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El Puente de San José

Me parece que en estos días de confinamiento, uno ha de darse a la literatura de viajes, que es una forma de abrir la ventana y enseñarle el dedo corazón enhiesto al tal coronavirus.

Tiene un cierto regusto masoquista, pero qué quieren ustedes que haga uno, aquí en la cárcel de papel, que las cosas están como están, y a Don Álvaro de la Iglesia, no creo que no le importa que use su invento.

De las cosas que ha leído uno, y puestos a sonsacar, no sé si empezar por aquella Anábasis, que a lo mejor es un poco bestia, porque desde luego de turismo, lo que se dice de turismo, no iban, mejor recordar la Odisea, o la Eneida, que aunque no son sensu estricto viajes de placer turístico, tienen su aquel epicúreo, épico, romántico, libidinoso, y hasta como precursores de la Picaresca del Siglo de Oro, nos vale.

También podríamos darle a los cantares de gesta, que ni Roldán ni Mío Cid, o Sidi, que nos diría el Reverte, se estaban quietos. Que si de paseo por Roncesvalles, con lo suyos que son los vascones, que si al destierro con doce de los suyos, que diría el otro Machado. Polvo sudor y hierro, que es lo que traen estos viajes.

Hay otros viajes, que uno no puede olvidar, y Chretien de Troyes, o Wolfram Von Eschenbach, nos llevan de la mano ya que estos son viajes de perfeccionamiento, son los viajes en busca de ese Grial que solo lo alcanza el puro de espíritu.

El hecho de que no todos los que empiezan la búsqueda, alcancen la luz es algo a tener en cuenta, que en los ciclos artúricos a Lancelot, se le niega el Grial por haberle puesto los cuernos a su viejo señor, que tenía, dicen, aburrida a la gentil Ginebra.

Todos los viajes, de alguna forma tienen su punto iniciático, y con el tal palabro me refiero a inicio del conocimiento de uno mismo, que el viaje, al final no es nada más que una búsqueda interior, aunque vayas en Ryanair.

No sé si meterme con el Libro de las Maravillas, que siendo un libro de viajes, no deja de ser de viaje de trabajo, que la pela era importante.

Pero entre las cosas vividas y las cosas contadas, te hace pasar por sitios de esos que necesitas ver antes de morirte.

Quizás, hablando de viajes debería pararme en el bueno de Ali-Bey, o de Ibn Batuta, ambos viajeros por el Islam en momentos en los que no era demasiado recomendable pasear por aquellas tierras, con “pasaporte español”. A uno se le honra aún en Tánger, y el otro mantiene una calle en su Barcelona natal.

Pero no se me pueden olvidar ni Pedro Páez, ese jesuita español que ve por primera vez con ojos de europeo las fuentes del Nilo azul, ni los viajes de Burton, Speke, peleándose por ver si el chorrillo que salía del lago Victoria llegaba a Alejandría, o no.

O hasta de mosén Livingstone, y el periodista americano Stanley, que quería rescatarlo y no era el caso, que el buen Doctor escocés estaba muy a gusto por tierras de Rhodesia, hoy Zimbawe.

A quien no acompañaría sería a Lope de Aguirre, que El Dorado a ese precio, pierde mucho interés, de veras, prefiero llegar a ver el Pacífico, aunque me coman los mosquitos.

También podría dar la vuelta al mundo, en la Nao Victoria, ¿por qué no?, cualquier cosa menos pasar el puente de San José enclaustrado, que son días de Fallas y playa de Cullera, por lo menos.

Y siguiendo las estelas de los grandes viajes, quizás podría alistarme en la expedición Balmis, que con la que está cayendo, hasta podría tener cierta coherencia, que las vacunas son las vacunas.

En este punto me gustaría saber cuál será la posición de los anti-vacunas, cuando esté disponible una para prevenir a este bichito cabrón que nos tiene a todos metidos en la jaula.

A lo mejor no quieren que les pinchen, ni a ellos ni a sus abuelitos. Acompañar a Malaespina y a Bustamante en una de sus fragatas, La Atrevida o La Descubierta, también me hubiese venido bien para este fin de semana laaaargooo, pero cuando fui al puerto de Cádiz ya había salido la expedición, y Malaespina había sido laminado por el tal Godoy.

Qué será que cuando pienso en Godoy, en Fernando VII, y en su casquivana hija, pienso en la gestión del gobierno en estos días de ventana y memes.

Si hubiera existido, me hubiese gustado acompañar a Miguel Strogoff, por las estepas rusas, llevando la carta del zar a sus tropas acuarteladas junto al lago Baikal, allá en la inhóspita Irkutsk siberiana. Pero no había sitio en el caballo, y cruzar los ríos siberianos a nado nunca fue muy recomendable…..El Obi, el Yenisey, el Lena, que canturreaba en clase de geografía universal. ¡Qué tiempos!, ¡Y es que con esos ríos me pasaba como con el Nilo, que no me entraba en la cocorota que fluyeran de sur a norte. ¡Cosas de chicos!

No quiero olvidar que me hubiese gustado ir con Amundsen, y ver el Polo Antártico, y la verdad es que me hubiese gustado solo por molestar a los ingleses, que negaron la evidencia hasta que les dieron unas buenas collejas.

Que el bueno de Scott, llegó tarde, no volvió, pero fue un valiente, mal preparado, posiblemente prepotente, pero pago con su vida los errores que cometiera.

Para mí el último de esos grandes viajes fue la visita de Amstrong al satélite de los enamorados, y de los lobisomes, que a partir de ahí, ya no viajas, te viajan, que no es que esté mal, pero es mucho más aburrido, seguro

. Así que intentaré hablar con Urdaneta, a ver si me consigue un camarote en el Galeón de Manila, y me hago el tornaviaje como un señor, incluyendo la travesía de Acapulco a Veracruz, la visita a La Habana, y una semanita de descanso en Sancti Petri antes de tomar de nuevo el AVE, para casa, que me dicen que tengo que seguir encerrado unos días más, con lo que solo podré hacer ese viaje iniciático que es el Juego de la Oca, pero eso lo dejo para otro día

¡Auuuuuuuu!

Más Gabón

Recuerdo, hace muchos años, quizás no tantos, paseando por Sudáfrica, me encontré con los famosos guetos en donde la política del apartheid había ubicado a la población autóctona.

Los ví en Ciudad del Cabo, los ví en Johanesbrgo, el famoso Soweto, y no lo vi en Durban, porque hasta allí no llegué.

Eran, y probablemente hoy sigue siendo así la cosa, recintos de chabolas donde una población incontable a mis ojos, se hacinaba en viviendas, mejor dicho en habitáculos de lo más precario, aparentemente sin ningún tipo de higiene, y donde los servicios básicos brillaban por su ausencia.

La ciudad de los blancos, aunque soportaba filtraciones procedentes de esos guetos, digamos que se mantenía de forma no muy lejana a los niveles que se pueden encontrar en el primer mundo. Había zonas comunes donde se encontraban los dos espacios, como los mercados, algunas calles, quizás en los taxis, poco más, y a partir de ahí la vida discurría con sus injusticias al aire libre, los pobres ejerciendo de pobres y los demás a sus quehaceres.

Guetos he visto bastantes en mi vida, de hecho son guetos los que en Palestina se han levantado encerrando a la población autóctona tras muros que casi como el ciprés de Silos a la estrellas casi alcanzan. Intramuros hay una vida, extramuros otra diferente, y las zonas de contacto se limitan al trabajo que los pobres deben hacer para los ricos, así que palestinos los encuentras, ¡cómo no! en los taxis en las tiendas de los bazares, y seguramente en las cocinas y en aquellos servicios en los que los miembros de la invasión europea de la primera mitad del siglo pasado rechacen desde sus elevados niveles de formación.

No voy más que a puntualizar que nuestra sociedad avanzada en este mundo occidental tan puñetero, también crea sus guetos, que no hay más que acercarse a “Can Tunis”, a la famosa Cañada real, o a tantos y tantos otros que a lo largo de nuestra Europa se han ido creando al abrigo de nuestras ciudades.

Pero hay otro tipo de gueto, más llamativo por lo discreto, y la primera vez que fui consciente de su existencia fue en la ciudad de Guatemala.

Y el caso es que quienes estaban dentro de las murallas no eran los desgraciados de Soweto, ni siquiera gente de “Nou Barris”, eran las clases dirigentes, los ricos, vamos que desarrollaban su vida a la sombra de las ametralladoras que sin ningún pudor mostraban los guardias que les protegían desde las garitas de vigilancia. Tremendo.

Ciertamente en nuestro mundo occidental tenemos ejemplos de ese jaez en tantas y tantas urbanizaciones cerradas a cal y canto, pero quizás sin el componente de que si salen los habitantes de allí dentro, pueden secuestrarlos, balearlos, acuchillarlos, cualquier barbaridad, vamos, y tienen que moverse con su guardia pretoriana a cuestas.

Mi impresión, tanto en Libreville como en Franceville, fue el sentir que estaba en uno de esos espacios como los de los guetos de miseria que comentaba al inicio de esta entrada, pero guetos que abarcaban todo el espacio urbano.

Me dice la gente maravillosa con la que contacté, que las cosas se han ido deteriorando en los últimos años, quizás por la caída del precio del petróleo, quizás por la mala administración de su economía, quizás por su mismo sistema político.

Seguramente es así, no lo sé, solo que demasiadas ilusiones se frustran demasiado pronto. Lo único que parece crecer es el número de nacimientos, y consecuentemente la población que parece se incrementa en casi un dos por ciento anual, lo que es una barbaridad en términos occidentales.

Quiero decir con eso, y no es el único país del África en que el crecimiento de la población se mueve en esos términos, que la sensación que me he traído ha sido la de una falta de infraestructuras de sanidad y educación que está destruyendo un potencial humano que quizás permitiese al país recuperarse de la situación en la que lo he visto.

Alguien me dijo que el abandono de las zonas rurales comenzó a producirse a finales del siglo pasado con la promesa de que las nuevas industrias ligadas a la extracción de crudo, a la minería del manganeso, y quizás en menor medida de la explotación forestal iban a producir una explosión de oportunidades. Claramente no ha sido el caso.

Consecuentemente, estamos frente a la situación dolorosa de que en un país en el que los niveles de supervivencia en términos de dignidad para la población pudiesen ser más que aceptables, nos encontramos que desgraciadamente no es así, que la mayoría de la población se mueve en términos que consideraríamos en nuestras sociedades occidentales abiertamente inadecuadas e inaceptables.

No quiero echar todas las culpas a los dirigentes que van heredando el cargo, a pesar de que hay mucha sangre según cuentan las crónicas en las manos de esa élites, ya que un fenómeno tremendo se ha filtrado aquí, y en otras sociedades de este llamemos tercer mundo, para entendernos, y es el neocolonialismo, que las potencias europeas, Francia en este caso ejerce sobre estos territorios que en un momento dado dominaron militarmente.

La moneda es el franco, colonial, desde luego,  que parece garantizado por el gobierno francés, ya que tiene un cambio inamovible, y claramente no está cotizado en los mercados monetarios.

La gasolina te la vende Monsieur Total, a pesar de que andan en mini-broncas a cuentas de la extracción del crudo, pero me temo no son más que eso, broncas de enamorados, por un quítame allá esas comisiones.

Me llamó la atención de que el grupo hotelero Accord no anduviese instalado allí, pero para el nivel de turismo y visitantes, parece suficiente que el grupo Radisson les gestione como puede el único hotel medio decente.

Y es que de hecho hablamos de un PIB de algo más de 12.000 millones de dólares, es decir lo que factura Inditex en un mal trimestre. Importa relativamente poco, salvo el supuesto valor estratégico militar que pueda tener el país.

Me pareció notable el gueto que representa la embajada francesa en Libreville, una especie de fortín donde viven, además todos los funcionarios. Espectacular.

Me comentan el interés, como en buena parte del Continente, de los chinos a la hora de comprar tierras realizar infraestructuras, y aparentemente crear riqueza, pero yo no vi chinos, y tampoco carreteras o aeropuertos dignos de llamarse así. Seguramente por mi estancia tan breve, ya iré viendo.

Volveré a hablar de estas tierras que pudieran ser maravillosas y hoy son uno de los lugares del mundo en los que sabes que la injusticia social es evidente, a lomo de tantas y tantas formas de depredación a las que están sometidos sus habitantes.

Mientras seguiré pensando que no estoy viviendo la historia del Mandarín de Queiros.

Con su pan se lo coman

Hacia Franceville

Hacia Franceville

Me dicen que para llegar a Franceville, ciudad al este de Libreville, a unos seiscientos cincuenta kilómetros de distancia hay que coger un tren, el Transgaboniano. Pues bueno, que uno ya subió en el Shangai en su momento, conoce los detalles de aquel sevillano al que según donde, llamaban el catalán, y se ha subido en trenes de todo el mundo, así que este no me iba a asustar.

Me amenazaron con doce o trece horas de viaje, y recordé aquel episodio que nos contaba Javier Reverte del “Air May be” tanzano, creo, así que paciencia, agua y unas galletas, como los marineros del siglo XV, que estas cosas sabe uno como empiezan pero desde luego, no sabe cómo acaban. Lo mejor ir pertrechados.

Siempre he preferido los trenes botijo, ya que al menos podías poner el vino en la ventanilla a refrescar, y de cuando en cuando ir tomando la parte alícuota correspondiente al trayecto a realizar.

Pero estos trenes modernos no permiten ciertas gollerías, y rezas para que el aire acondicionado no falle, que si es así lo que te queda es la oración al son del réquiem de Verdi, que no está nada mal tampoco. El problema es cuando la modernidad se queda a medias y cuando con el pretexto de no poder bajar las ventanas por aquello de la seguridad, la climatización y no sé cuantas historias más te dejan sin refrescar el botijo, con el aire acondicionado inadecuado, y con una cara de las de ¿qué cojones hago yo aquí?.

Pero no importa, que uno está bragado y para estas cosas aún le quedan restos de paciencia en ese alma cascarrabias que me acompaña. Que ni mirar por la ventana me dejaron, ya que el viaje fue nocturno a la ida.

¡Cómo desee que el viaje fuera de día y disfrutar del paisaje!. Cierto que a la vuelta los malditos dioses me concedieron el deseo, que me tiré diecisiete horas de viaje….pero no adelantaré acontecimientos.

Los trenes africanos, como las trochitas andinas, como en fin todos esos trenes que atraviesan tierras donde no habita el lujo tienen la importancia de satisfacer las necesidades de comercio locales, con lo que se llenan de las más pintorescas mercancías que acabarán en los mercados alrededor de la línea férrea, hasta animales he visto transportar en el regazo de algún viajero, que hay que vivir, que son tierras duras como aquellas tierras españolas de mitad del siglo pasado, donde el comercio sencillo a pie de tren ayudaba a no pocas economías familiares. Viejos tiempos.

Pero una cierta modernidad ha llegado a este tren, el único del país, y solo se admiten mercancías en el furgón correspondiente, y en las estaciones nadie puede recoger nada, ni siquiera hay puestecitos para atender las necesidades de los viajeros en las estaciones. ¡Aaastooorgaaa, a la rica mantecadaaaa!¡Yemaaasss de Santa Teresaaaa!¡Aguaaa de la sierraaa! Aquí, en el Transgaboniano es fiambrera o muerte, una especie de quiero y no puedo, que no nos importaría tener el TGV, aunque fuera de segunda mano.

Pero un billete de ida y vuelta es más caro que el salario de un mes de muchas personas, con lo que se deduce que no está hecho para el pueblo llano, quizás para los señoritos, que turistas tampoco parece que haya muchos.

La zona este de Gabón, se acerca al Congo Brazza, y en su momento pudo ser una región con producciones agrícolas razonables, pero hoy la cosa no da para mucho, que de la destrucción de los cultivos se han encargado los elefantes con un aterrador empeño. Así que la línea férrea se utiliza para el transporte de madera obtenido de las selvas ecuatoriales que se ven cada día más peladas, y del manganeso, que si deja algo es polvo en los pulmones de la gente de la zona, ese polvo que levantan los camiones que se llevan la riqueza para otras zonas, para otras gentes.

Franceville en ningún momento me dio la sensación de estar en una ciudad, es una estructura deslavazada, una zona de mercado mísera, que parece ha recogido lo que en nuestra Europa sobra, y con productos agrícolas de muy baja calidad. Hay hoteles pero no parece haber urbanismo, hay edificios oficiales, ayuntamiento, ejército, policía, pero lo dicho, no parece haber ciudad, solo aglomeraciones de casas en barrios duros.

En mi tren viajaban políticos, que el próximo seis de octubre tienen elecciones legislativas, con sus todoterreno en la cola del tren, como aquel auto expreso que teníamos por aquí. Parece que tenía que demostrar su poder a lomos de los Toyotas, grandes, enormes, intimidatorios, que había que convencer a los jefes de barrio de la utilidad de votar al poder establecido. Yo pasé vergüenza viendo el espectáculo, luego me di cuenta que dolía la visión. Demasiada gente viviendo con menos de un euro al día.

Ya no se cultiva café, pescar en el río tiene poco sentido, los platanales me dicen que están destrozados, demasiada miseria. Nadie se merece eso.

Y de lejos, si te subes a una colina, el paisaje, el que no ha sido quemado para la recolección de madera, o para vaya usted a saber qué, es bellísimo, pero me temo que a la vez es hostil para quien quiere sobrevivir allí y no es de la cuerda de la gente del poder.

Me dolió Franceville, que te recibe con un estadio de futbol moderno, totalmente fuera de lugar que demasiadas cosas necesita aquella gente para el tal dispendio. Pero son las cosas de las dictaduras, que no las cosas de África como se empeñaban en comentarme mis amigos locales.

Ya hablaré en otra entrada de los detalles de mi visita y mi interacción con la gente, que ahora con comentar someramente el regreso a Libreville, la cosa queda cumplida.

El tren de regreso se me llenó de políticos, y lo que es peor de sus guardias pretorianas secretas, bien armados de fusiles, pistolas y lo que no pude ver. En mi vagón, lleno por cierto, no éramos más de diez ciudadanos normales, y el único blanco el que sus escribe. Tremendo.

Y la gente que debe estar cansada del dictador de turno, el que manda a sus acólitos a soltar dinero a los jefes de barrio para ganar las elecciones, decidió en cada una de las estaciones en las que se detenía el convoy, bloquear las vías, con el consiguiente aumento del nerviosismo de los matones de a bordo.

Diecisiete horas esperando que ocurriese algo, o al menos que el viaje acabase, que lo que menos importaba es que el paisaje fuera más o menos frondoso.

Llegar a Libreville fue constatar que la miseria de las casas del recorrido no diferían de las que había encontrado en Franceville, ni de las que en la capital abundaban. Demasiados niños correteando entre las vías del tren, demasiada miseria para tan bella tierra.

Con su pan se lo coman

 

Paseando por Libreville

Me andan diciendo que la cosa en un país no anda bien cuando su divisa se cotiza a más de quinientos pelotines locales por dólar americano.

Y tiene su sentido, ya que eso permite a la psiche del populacho creerse millonario muy deprisa, que no entienda a la primera que está viviendo con un dólar americano o menos, cuando da un pomposo y raido billete de mil cacharrines a cambio de unos cuantos plátanos al caer la tarde, y ver qué se cena esta noche.

Mil boñigos una carrera de taxi, eso si, un cacharro destartalado, de los que nuestra Carmena, ¡Ay Carmena!, no dejaría ni aparcar en casa aunque estuviera la mansión en Torrelodones. Es la muerte de los Toyotas que ya habían muerto hace mucho tiempo, en Europa y esperan ser enterrados en África

Pero tampoco se puede pedir mucho más, que al fin y al cabo hay que ir a uno de esos barrios de Libreville, a donde solo las cabras y el viejo Corolla se atreven a pasar, que hay polvo o barro hasta cansarse, donde hay baches que se comen el coche, donde la gasolina, en un país productor de petróleo, se vende como en Ciudad Real, como poco.

Si después de haber visitado la ciudad alguien me pregunta opinión, me veré obligado a contestar que jamás vi tanta pobreza pero tampoco ví mayor dignidad en los ojos de las personas que por allí sobreviven,

No lo sé, pero a la que empiezo a ver las estadísticas que publican por ahí gentes de diferentes agencias de la ONU, me echo a temblar, que por aquí la gente en el intervalo de edad entre los quince y los veinte se mueren en primer lugar por el SIDA, y en segundo lugar por la Tuberculosis, tremendo.

Luego parece que vienen cosas como el paludismo, accidentes…pero ya no importa, el país se desangra, y eso que escuchas a los que son poderosos hablar del paraíso gabonés, que tiene una renta per capita de ocho mil dólares más o menos.

Pero yo he visto a demasiada gente vivir con un dólar o menos al día, con una dignidad que no encuentro en la mesa del ministro de cualquier cosa. Difícil eso de hacer la retina a la visión que la realidad te pone delante de las narices, muy difícil.

Las limousinas a lo New York aquí se transforman en caravanas de todo terrenos precedidas por motos de la policía, o del ejército. Por mi finca paseo solo, que solo me faltaría una raya en mi Cayenne producida por el Toyota del taxista.

Todos a un lado en el Boulevard Nice, a orillas del Atlántico que mira hacia tierras americanas, hacia los lençoes maranheses de los brasileiros. El culo brasileño que encaja en el vientre de África.

Está pasando el sátrapa, o uno de los suyos, a nadie le importa. En la playa los chicos juegan al futbol descalzos, los viejos van cogiendo frutos pacientemente para ver si al venderlos pueden cenar algo esa noche.

Las cloacas vierten en la arena, las mareas dejan pequeñas charcas, con peces a veces, que nadan entre el mar recién llegado y los detritus de la ciudad.

Siempre hay quien los captura, siempre hay quien los vende, siempre hay quien los come, porque como seguramente dijo también Javier Reverte, aquí no se tira nada, todo son recursos, todo ayuda a que la muerte no te llegue hoy.

Y nadie sabe cuanta gente vive por aquí, que solo se registran los que nacen en algún centro sanitario, o al menos los que un médico certifica, pero no importa. Son demasiados los ciudadanos que no existen para el Estado, para su Estado. Nacen en la pobreza, no producen nada, nunca producirán nada, bueno si, quizás más compatriotas, y el Estado no quiere saber que existen. Es más barato, de forma que no se paga la educación de los nuevos ciudadanos, esos que no tienen ni un dólar al día para comer, y claro, tampoco vamos a destinar recursos para curar las enfermedades de ciudadanos que no existen. Si desaparecen un posible opositor menos.

Que los hijos de los que pueden, se educan en Europa, van a hospitales de lujo locales, viven junto a la embajada de Arabia Saudita o en la “Citè de la Democratie”.

Y me recordó a Guatemala, cuando me enseñaron el barrio donde vivían los poderosos, protegidos por muros de diez metros con torretas que cobijaban soldados armados. El populacho, ese que no existe es muy incómodo.

Y de vez en cuando si el hijo del señor ministro de la cosa salía del recinto a comprar un pito o una pelota, podían secuestrarlo, y la historia de Guzmán el Bueno, ya está servida de nuevo.

Pero la gente, ese pueblo que según me cuentan no ha dejado de ver como su país se deterioraba es digna, es pacífica, (temed la ira de los mansos, dijo alguien en algún sitio) pero todo tiene su límite, todo tiene el punto de no retorno del hartazgo.

Parece que les dicen que el precio del petróleo ha caído, y no llega la pasta para nada. Bueno, para nada más que para guardarla fuera del país, que si hay que comprarse un pisito en París, siempre es más seguro y más chic que hacerlo en las playas del sur o en la punta de la bahía de la capital.

Y es que parece que nadie cree en esa tierra, solo vale extraer la riqueza y transportarla lejos, como en aquella España del final de Franco, como en esta España de los impuestos confiscatorios a las clases medias.

Estoy cansado, demasiada miseria, vuelvo al Radisson, pulcro de lujo provinciano, y veo que está la guardia presidencial, que están los almirantes de la Marina, los jefes del ejército, entregando despachos a los que suben, a los hijos de ellos mismos, los encargados de procurar que nada cambie, o que las cosas cambien lo menos posible.

Algunos se formaron en España, otros en el Imperio, quizás algunos en China, esa China que quiere hacer caminos en el país, que quiere comprar tierras para producir comida, para producir quizás hasta sobornos. No se sabe, solo se intuye, pero los gorros militares recuerdan al que tengo en la memoria sobre la cabeza de De Gaulle.

Llenaré el coche en la gasolinera de Total y llamaré por teléfono desde Airtel, subiré al vuelo de Air France, y alguien me dirá que la época del colonialismo se acabó en 1960 y la esclavitud mucho antes.

Pues será verdad.

Con su pan se lo coman

Un Euro 655 XAF

Ese es el cambio oficial que los franceses han marcado para los territorios de sus colonias africanas, si, lo he dicho bien, para sus colonias africanas, y en la recepcion del Radisson blue de Libreville es lo primero que me salta a la cara.
Parece que la poblacion de este pais en pleno ecuador terrestre oscila entre un millon quinientos mil y un millon ochocientos mil habitantes. Que me dicen que no hay quien los cuente, y por lo que voy viendo tampoco es que tenga una gran importancia.
Como buen blanco occidental que soy, a punto de sacar mi doctorado de cabron con pintas, y con mi libro quizas pirateado de Hugh Thomas acerca de la trata de esclavos, me alojo en ese Radisson, un cuatro estrellas entre cutre y aburrido, que por estos lares parece que es lo mas chic.
Sera, que yo no lo veo, ni tengo ganas de hacerlo, pero uno tiende a buscar sus burbujas, esas que le aislan del mundo real y le hacen a uno sentirse seguro, protegido de lo que uno no quiere que exista, es decir de la miseria que hemos creado..
Siempre cuando me enfrento a estas situaciones me acuerdo de aquel cuento de Eça de Queiros, que luego recogio Casona, «El Mandarin», y que recomiendo a todos los cabrones occidentales que lo lean y luego reflexionen.
Porque yo me siento como ese oscuro empleado del ayuntamiento de Lisboa a quien el diablo le promete riquezas materiales sin limite, si unicamente desea la muerte de un mandarin de la China, y eso en el siglo XIX, en el que casi nadie sabia donde estaba la China, y mucho menos como se llegaba hasta alli.
Y es que la opulencia de mi sociedad, y la mia misma, esta construida a costa de tantas gentes que viven en la franja entre los tropicos, que yo me quedo con todo el pollo de la estadistica y ellos sin pollo. En los papeles se lee que tenemos medio pollo per capita. Me cago en todo, varias veces.
No quiero hablar del satrapa de turno, que como siempre lo hay, no quiero hablar de los que revolotean alrededor del poder y llenan sus bolsillos con practicas que desconozco, pero a buen seguro no pasan, por no ser necesarias, del manejo de informacion privilegiada, que si hay que matar se mata, ¡faltaria mas!.
Estoy en Gabon, creo que ya lo he dicho, pero podria estar en Nepal o en cualquiera de esos paises tropicales del Caribe, no se, en Haiti, en…es lo mismo, aqui un Bongo, alli un Duvalier en su momento, un Ngema aqui al lado, es lo mismo.
Las mujeres que tienen un cuerpo aceptable, se prostituyen, el cortesano vive en su gueto, los niños estudian o pasean por nuestro Occidente podrido. Hay que vender el petroleo a M. Sarcozy, a la reina de Inglaterra, al tio Sam, el coltan aquien lo compre, el manganeso no se a quien, el oro y los diamantes, ya veremos. No importa, siempre hay alguien que los compre.
Y poco mas que decir, que si estas fuera de la corte, cuando enfermas te mueres, nadie va a enseñarte a leer, pero no te preocupes, la cosa es un chollo, tampoco pagas impuestos.
Que cuando pierdes tu curro, si lo has tenido alguna vez, te mueres de hambre o de la primera infeccion que pase por tu puerta, que tus hijos no les importan a nadie, si llueve te mojas en tu casa, en tu chabola en tu chamizo.
No se puede pasear por los barrios sin que se te encoja el corazon no se puede entrar en los mercados callejeros, esos del hambre, de la miseria, del dolor, que enseguida recuerdas al reyezuelo bailando, trajeadito el, soñando en ser el reyecito, vamos que le reciban en el Eliseo tal y como se merece, que le reciban en la Casa Blanca, con alfombras rojas, con sus niñas preñadas a los quince años, que luego ya estan gastadas.
Y yo viajo en primera, que nunca me ha gustado otra cosa, que me quejo del calor que hace en la habitacion del hotel, si ese Radisson cutre, que paga trescientos euros mensuales a sus empleados y cobran la habitacion al precio que esperan recibir en Paris, en Copenhagen, en Roma.
A nadie parece importarle, que llega esa personalidad de occidente que puede hacerse una foto con el satrapa local y a lo mejor sale en la CNN, en el Euronews, «news at nine», antes de dormir en Chicago, en Atlanta.
Y mientras la gente esperando su turno en la puerta del infierno los que tienen suerte, que otros ya viven en el infierno, ese infierno humedo que trae la temporada de lluvias, o el monzon, o ese tifon, quizas ese huracan. El infierno que trae la naturaleza a los que no tienen mas que esperar que todo acabe mientras el Canal +, tan frances el, llena la estancia con los productos que el diablo nos ha dado, esa comida tan bonita que nos envenena, ese coche que nos mata de muchas maneras, ese traje, ese vestido.
Y a lo mejor se preguntan si es real, no lo se, de hecho esta prohibido que me importe, esta excluido del contrato que alguien firmo por mi con el diablo. Mi papel es consumir y consumirme, su papel no me importa, siempre que paguen las facturas que yo genero.
Voy a dejar la capital, y el tren que me lleva, en primera, claro, me acercara, posiblemente al corazon de las tinieblas, con permiso de Conrad.
Los de marketing de mi occidente miserable quieren que crea que voy a esa Arcadia del buen salvaje, a esa Utopia perdida en a naturaleza, y algo me dice que voy a incumplir mi trato con el diablo, ya veremos.
Juro contener las nauseas que me produce tanta injusticia, es mas me voy atener que comprometer, como hizo el empleado del ayuntamiento de Lisboa, en poner de mi parte lo necesario para compensar la muerte del Mandarin que sin desearlo conscientemente provoque antes de nacer.
¡Que los dioses nos ayuden!

El tiburón toro

Estos calores caniculares me recuerdan a uno de mis paseos por Brasil, tierra compleja donde las haya, tanto que no me atrevo a decir esa bella tierra, ya que el hombre es parte del paisaje y aquí el hombre, el ser humano es, en su mayoría la parte triste del paisaje.

Y quiero rememorar uno de esos momentos que no se le olvidan a uno, paseando por la playa en Recife, una de esas playas integradas en la ciudad, como Copacabana o la Barceloneta, sin ir más lejos, donde la gente estaba disfrutando del día, o de un rato del día.

Que había de todo, como tiene que ser, los que estaban allí en plan “me he escapado una horita a pegarme un baño”, hasta los que parecía que vivían allí. Unos jugando a fútbol ¡Cómo no!, o tostándose, a pesar de tener tonos de piel entre mulato y negro, que la provitamina hay que pillarla, y el cáncer de piel, también.

Otros en el agua, como debe ser en una playa, claro, siempre y cuando no tenga carteles cada diez metros donde te avise de que hay tiburones toro en la zona, y que por lo visto muerden a la que te descuidas.

¡Ya pero no hay problema!, me dice una garota, que aunque no era como la de Vinicius y Antonio Carlos, para la información ya me valía:

-Las autoridades exageran.

Y fue dar una de esas miradas displicentes que tan bien me salen a mi alrededor, para ver en lo que me alcanzó el gesto, no menos de cinco personas con mutilaciones graves, y uno con unos costurones en la espalda que cortaba la respiración.

Y ahí pensé, esto es Brasil. La gente en la playa, jugando y bañándose, ignorando, a pesar de las advertencias del peligro que les acecha si meten un pie en el agua.

Un entorno paradisíaco, que, luego me enteré, la desidia de la administración, la ignorancia, y posiblemente la codicia de algún empresario, había sido uno de los responsables de que ese peligro estuviese acechando a los ciudadanos.

Y es que el tiburón toro, tiene la mala costumbre de poder vivir también en aguas dulces, mire usted, y en un río que desemboca al sur de la ciudad, se construyó un matadero de reses, para las barbacoas de Rodizio, digo yo.

Y como no les venía nada en el libro de procedimientos, decidieron tirar directamente al río sangre, y vísceras sobrantes, con lo que el tiburoncete dijo aquello de “a bodas me convidan”, y sentó una colonia bien alimentada, que se dedica ahora al noble arte de llevarse por delante a cualquier bañista que se descuide.

¡Ah!, y además por error, que a estos toros no les gusta la carne humana. Vamos que los habitantes de Recife son eso que ahora se llama “víctimas colaterales”.

Y el paisaje brasileño, en esa mezcla de política, empresariado no demasiado escrupuloso, sol, juventud, falta de formación en amplias capas de la sociedad, riqueza mal repartida, lo que acaba ofreciendo es un panorama en el que hay que buscar la salida a la vida diaria con la mayor carga de diversión posible, aunque se te lleve por delante un tiburón.

Ya sé, mis queridos lectores, que todos ustedes captan el matiz de que estoy en medio de una generalización apta para que quepa en ella cualquier comentario, crítica o desacuerdo, pero ¡coño!, algo tendré que decir en mi bitácora, que a los de Podemos a lo mejor no les ponéis verdes con el rollo populista, y yo aunque no sea como ellos no soy menos.

Baremboim se me acaba de colar en el aparato de música, y aparece, venida del cielo, esa Manha de carnaval, y de nuevo esa tristeza en medio de la celebración de la fiesta, que parece no hay forma de que la alegría sea completa. Como esa “Tristeza nao te fin felicidade si”. La favela, la vida dura que necesita defenderse del político, del empresario poco escrupuloso, del tiburón toro, al final, que por mucho Cristo de Corcovado que acoja a sus hijos, hay que sobrevivir, y el precio es una pierna menos, un mordisco en la espalda, como tributo al toro, al tiburón toro.

De Sao Luis a Manaos, de Manaos a Brasilia, de Brasilia a Sao Paulo, a Bahía, a Fortaleza, a Os Lençois maranhenses, ese Brasil nos quiere enseñar una lección de vida, que a mí me encantó recibir en su momento, que en Carnaval se baja al infierno a salvar a lo que se ama, y que al final las cosas, los hechos son efímeros como esa semana al año, como esa hora en la playa de tiburones.

Que lo que nos queda fuera de ese escaparate es la lucha por la vida, en toda su crudeza, y a ser posible cerrando los ojos a las aletas que vigilan tus brazadas, porque en caso contrario no se puede vivir.

Lección me llevé de cómo hay que adaptarse al entorno que nos rodea, que el seguir las indicaciones de los protocolos, al final hace que no te arranquen un brazo los tiburones, pero hace que tu vida tome la total conciencia de lo miserable que es, y eso duele más y por más tiempo.

El carpe diem recifeño no se me ha de olvidar, y es que si hay que pagar el precio del ataque del escualo se paga, pero sin correr el riesgo, la vida pierde buena parte del sentido que hace que valga la pena vivirla.

Brasil, del que volveré a hablar en cualquier momento, sigue con su vida política convulsa, con sus listas de corrupciones, con su economía poco segura, con su camino en definitiva que van recogiendo las noticias, con escaso o nulo impacto por nuestra piel de toro, que si Roussef, que si Da Silva, a quién le importa, esos son los tiburones que navajean por el petróleo de Sao Luis, que vacían la Amazonia de sus recursos forestales, y sobre todo con su gente, que viviendo en el manglar, en su favela, en donde, en definitiva hayan caído por aquello del destino.

Y a mí lo que me toca es no olvidar la lección de vida, no olvidar que en el fondo el saber que hay tiburones, pero que no importa, que la vida es siempre un riesgo, es la mejor forma de enfrentarse con el camino que tenemos por delante.

Con su pan se lo coman

El Gigante y los dioses

Viene uno tranquilamente de darse un paseíto turístico por el Bósforo, y de pronto se da cuenta de que eso del Diluvio Universal, a lo mejor tiene más enjundia de lo que parece. No lo sé, pero entre los que mantienen que un calentamiento hizo trasvasar las aguas del este al oeste, o los que dicen que cayó del cielo, o incluso aquellos que se apoyan en las epopeyas sumerias, y posteriormente hebreas, o hasta mayas, que el Popol-Vu, parece que también anda húmedo, para convencernos de que algo desde los olimpos cayo como castigo sobre los hombres, uno no sabe a qué carta quedarse.

Los Anunnakis, aquellos hijos de Anu, hijo de Marduk quizás mostraron un cierto arrepentimiento cuando vieron la destrucción que habían causado entre los hombres, o así quiero recordar que se menciona en las tablillas de Gilgamesh. Cierto que el arrepentimiento vino por algo demasiado prosaico, y es que sin seres humanos, nadie les hacia sacrificios, y pasaban más hambre que el perro de un barbero.

Pero estas aguas que lo cubrieron todo, al parecer, llevaban su simbología, que los héroes, los gigantes, tenían que cubrir sus viajes iniciáticos como un Percival cualquiera, que no vale ser un lascivo y adúltero Sir Lancelot, que el Grial, sea lo que sea, solo se alcanza tras entender las pruebas a las que se somete al hombre puro, y los gigantes eran unos verdaderos borricos aburridos.

Tremendo, y es que cuando uno, siempre en medio de su paseíto por el Bósforo, se pone trascendente y le da al cacumen, no puede evitar recordar que un poquito más abajo, en el último estrecho, Dardanelos, antes de que Mármara se haga Mediterráneo, aquellos gigantes de la Ilíada, andaban a la greña por una tal Doña Elena, ¡uy!, que ahora no sé si ponerle la H, que así me sale casi Hellas y la cosa de las bofetadas troyanas empieza a tener enjundia. Claro, eso bajando a la izquierda, que a la derecha todavía huele a muerto la masacre de Gallipoli. Cosas de la Historia que nos cuentan.

Pero bromas incluidas, lo que me sale es que un cabestro del tamaño de Gilgamesh, dedicado con todas sus ganas al desvirge ritual de toda hembra que se moviera en su reino de Uruk, debe realizar su viaje  a por los cedros del Líbano, y sé de buena tinta que a lo mejor las construcciones de Baalbek algo tienen que ver con su viaje iniciático.

Pero siempre llevaba a un amigo de la mano, Endiku, diseñado como enemigo y freno a su brutalidad por los dioses. Pero como los matones de barrio, si no puedes con el nuevo chulito, te haces amigo suyo, y la liáis mas gordas. Son las cosas de los héroes, que Aquiles llevaba a Patroclo, hasta que se lo matan de mala manera. Y Aquiles el casi inmortal….bueno, leed la Iliada, que sois mayorcitos.

El rey de Uruk, el gran Gilgamesh, tiene su compañero Enkidu, con quien realiza su viaje en busca de la inmortalidad, que nosotros siempre, en primera instancia la interpretamos como esa cosa tan aburrida como debe ser el no moverse hacia el Oriente eterno de ninguna manera, y ellos me temo que buscaban algo que trascendiera fuera del ámbito físico.

Por cierto, el viaje de Gilgamesh y Enkidu, una vez superadas sus diferencias personales, termina con la muerte de Endiku, que Isthar no llevaba muy bien la amistad de estos dos pollos, por mucho que a Enkidu se le creara a la forma y manera de Adán, a base de arcilla y soplo divino. Celos de la diosa del amor, y origen del castigo que los dioses se empeñan en poner siempre a los humanos, a los semidioses, o a los gigantes.

Y el castigo de los dioses a Gilgamesh es ver la muerte dolorosa de su amigo, y hacer crecer en él el deseo de la inmortalidad.

Los semidioses se aburren, y por eso son tan brutos, por eso las lían parda, y por eso los dioses tienen que castigar sus pecados de soberbia.

Y si no ved los doce trabajos a que Heracles es sometido por haber asesinado a su familia, o el castigo a Sansón, el puñetero filisteo, encadenado, humillado, y tratado peor que a un animal, por chuleta de barrio.

Claro que en sus viajes, deben acabar con el Toro de las tempestades, el Diluvio, vaya, y tienen que apoyarse en un humano y en la esposa de éste, que son los dos únicos seres que se salvan del desaguisado, el bueno de Utnapishtim, (es más fácil Noé).

El tal Utnapishtim dice al requerimiento del rey Uruk, nuestro buen Gilgamesh, que de darle la inmortalidad, nada, que ya la pifió una vez dándosela a un humano, y no se habrá de repetir, como no volverá a caer otro diluvio. Mal segundo viaje.

Sí le indica donde hallar la planta de la juventud, pero se despista Gilgamesh cuando ya la tenía en su poder, después de haber bajado al fondo del mar, ¿el Hades? y una serpiente se la quita….así que mal tercer viaje, y la serpiente cambiando de piel para rejuvenecer a conveniencia. Y es que si los dioses no quieren, no quieren, y punto.

Tu cuarto viaje es íntimo, es la aceptación de tu destino, y tu quinto viaje es la muerte…querido compañero.

El final según ciertas fuentes lo encontramos con el suicidio de Gilgamesh, que se entierra con otras ochenta personas, en plan secta destructiva americana, y dejamos eso de la inmortalidad como atributo de los dioses, y san se acabó.

Hay otros que dicen que fue enterrado bajo el Éufrates, tras desviar su curso, o que simplemente acabó sus días en su magnífica ciudad de Uruk.

Como decía los héroes, los gigantes, los semidioses, andan siempre tras la inmortalidad, y sus genitores le ponen tareas, como al pobre Heracles, que me lo llevaron por la calle de la amargura, matando leones, separando continentes, cortando cabezas de Hidras desbocadas, y deshaciendo entuertos como un Don Quijote cualquiera, claro que debía pagar el crimen que cometió contra su familia.

Doce viajes, doce pruebas superadas, y varias penitencias, y una muerte tonta por un quítame allá esa hembra, y es que el centauro tenía muy mala uva.

¡Ah!, y siempre un compañero de viaje que aquí fueron dos Hilas y Yelmo.

Andar por tierras de paso, trae estas cosas, que uno se cree una especie de Jasón, que también es viajero, que también busca su Grial en forma de carnero, o se siente uno como Orfeo, en su viaje fallido al Hades, del que vuelve sin su premio, el de su amada Eurídice. Siempre un viaje, siempre un Grial en la forma que se quiera, siempre un fracaso, a no ser que seas un aburrido ser puro, un Percival.

Lo que los dioses se empeñan en dejar bien claro, es que los humanos no hemos conseguido aún el carnet de dioses, y quien cree serlo pasa por duras pruebas que concluyen con la muerte de una u otra forma del héroe. El Olimpo tiene “numerus clausus”.

No me apetece ser un Semidios, ni un Gigante, no, dejaré que sea Ulises el que vague por el Mediterráneo sin un destino, y que pague en esa áspera moneda de no estar con su Penélope, su astucia, sus engaños, su manipulación. Su penitencia, el viaje, su prisión en brazos de Circe, y su llegada a casa al final de la vida.

Prefiero el ser mortal que se me ha concedido, repleto de imperfecciones, y en busca de mi perfecta excusa diré aquello de que “Rien de ce qui est humain n’est honteûx”.

Así, que ya saben…

¡To! ¡Cermeño!

 

Mi primo Carlitos, es un cermeño de pro, y como él, con mayor o menor intensidad sus múltiples hermanos, es decir mis primos, que hubo de todo en aquella casa, desde físicos destacados con carrera internacional, médicos, maestras, de todo, hasta banqueros como padre, de todo hubo en aquella admirable casa de mis tíos y mis primos, hasta generosidad infinita con sus mayores, que supieron acoger los últimos momentos, años, de sus padres.

Yo iba por aquellas tierras con olor a comuneros, con tintes beltranejos, altivos de tantos y tantos siglos de luchas peleas, ostracismos, esplendores. Por aquellas tierras que siempre han estado a caballo entre la iglesia y la milicia, entre el pan y el vino de la tierra.

Y es que al final muchas veces se secaban los ojos cermeños de mirar al cielo, como nos contaba Delibes de forma angustiosa, esperando esa gota de agua que no llegaba, y en ella iba la vida de la familia, la comida o el hambre.

Desde esa loma donde se asienta la ciudad a la que, desde la estación había que subir, se contempla el bello paisaje de la vega, con el río, la cascada y la curva ( ¡Mariano!, decía mi madre,  coge las maletas que yo cojo a los niños, que Julio no ha bajado con el coche a recogernos).

Así que caminito arriba, hasta la casa de mis tíos con los calores de los veranos áridos de la meseta norte, después de habernos bajado del mixto que nos llevaba desde Zamora, en un par de horitas de nada, o luego, cuando las cosas se modernizaron, con el Ferrobús rápido que solo tardaba unos ciento veinte minutos, eso si, con vías de traviesas de hormigón y tramos soldados que anulaban el traqueteo.

Y allí nos recibía la familia de cermeños, unos naturales y otros adoptados, por el Campu Gothorum, que aún no había sido reconocido como Patrimonio de la Humanidad, pero era lo mismo, que el Arco del Reloj no se inmutó con esas cosas de la ONU, y la calle Abrazamozas siguió donde siempre, que solo faltaría.

Mis recuerdos son de preadolescente, son de veranos muy cálidos, con mis primos mejor adaptados que yo al entorno, y a los que les debo alguna que otra experiencia enlazada con la libertad que gozaban ellos en contraposición a las limitaciones que los chicos de barrio obrero de ciudad grande teníamos que soportar, por aquello de los sacamantecas.

Mi tío, era el director de la sucursal del Banco de Bilbao, y eso a mí me parecía la hostia, que me imaginaba al hombre mandando en todo el banco, y fuera de cualquier consideración económica, se me daba que tenía una especie de poder omnímodo. Las casas de sus conciudadanos estaban siempre abiertas, para él y para los suyos. Eso lo percibí siempre.

No me acuerdo de donde vivían, creo que al final de Candeleros, en un piso enorme, que nunca supe contarlos a todos, debían ser diez u once en aquella familia entrañable, y a los muchachos, con buen criterio nos barrían de casa de buena mañana.

Bajar al río, al padre Duero, cerca de la cascada, era una gozada. Yo creía que era libre y sin control de nadie, porque no me fijaba a cuantas personas saludaban mis primos, a la ida y a la vuelta, que al llegar a casa al cocido mi tía sabía con precisión por donde habíamos andado toda la mañana.

Había siestas, como no, que las dormíamos, a veces, pero se tocaba silencio en el cornetín familiar, que mi tío había currado en el banco toda la mañana, y el hombre era de buenas costumbres.

Más mayor me enteré que en aquellas fechas de cosechas, mis tíos cogían el coche e iban a visitar a los campesinos que acababan de vender el trigo, y tenían el dinero fresco en casa.

Me confesó mi tía que en el carrito de la compra, llegó a transportar treinta millones de pesetas, de aquellas de los sesenta y pocos, y que no iba nerviosa. Ríete de los transportes blindados de hoy en día. El campesino, tranquilo, que dejaba su esfuerzo en buenas manos, y el banco a lo suyo, a comprar dinero, lo más barato posible.

Las tardes tenían dos aspectos fundamentales, la merienda y el paseo, y de ambos aprendí mucho, pero que mucho.

Como eran épocas después de la cosecha, de mucho sol, y ánimo festivo, tocaba merendar en alguna de las bodegas de los amigos de la familia, en cuevas horadadas en los oteros donde no faltaba una buena hogaza de ese pan blanco y prieto que dan los trigales de esas tierras, ese queso que siempre me hace feliz encontrarlo….y el vino. ¡Joodeer con el vino!, recio, áspero, oscuro como las pozas del Duero, que trasegábamos de las botas, aquellas que se quemaban por dentro gracias a la capa de pez con que se embadurnaban después de curtir la piel.

Era vino para el sifón, ¡voto a tal!, con sus más de catorce grados, que luego me han dicho que los cermeños se han hecho fisnos, finos a su manera ya lo eran, que en un campo de godos en el que se celebraron cortes, se agarrotaron en la verja de su casa a seguidoras de Juana la Beltraneja, se batieron los comuneros frente al rey cervecero que acabó con su gota y sus excesos algo más al sur en Yuste, no caben más qe gentes de esas que se visten por los pies. Y de eso hablamos.

El paseo por el Espolón a mí me descolocaba, que mis primos manejaban el asunto con una soltura envidiable, sobre todo con las mozas, a quienes además los forasteros llamábamos la atención. Así que Espolón arriba, Espolón abajo, Arco del Reloj, calle Mayor, Plaza Mayor….consumían la tarde noche, antes de la llamada de fagina, que recuerdo era flexible, al fin y al cabo estábamos de vacaciones.

Y en fiestas por los pueblos de la Vega, que había bailes, y mi tío con eso de recoger la cosecha llenaba el coche de críos y nos soltaba en las fiestas de aquí o de allá.

Se me quedó, para los restos, el baile en el Pego, pueblo de la Vega, que se celebraba en un almacén de vaya usted a saber de qué. La orquesta la componían dos paisanos con trompeta, de las de la mili, y un tercer paisano con tamboril. Interpretaban solo una pieza, la muy conocida sintonía del anuncio del detergente ESE, u OMO, que no me acuerdo, aquella que decía lo de ESE lava blanco, blanco blanquísimooo…ESE lava limpio, limpio limpísimoooo.

El baile abarrotado, y con estructura muy conveniente, que las parejas casadas, las familias, los abuelos, en fín todos menos los jovenzuelos se quedaban en el centro del recinto, el mocerío agarraba moza, y empezaba a empujarla alrededor de la zona central donde estaban los mayores, de forma que iban dando la vuelta al recinto, el de frente, ella de espaldas, sin más posibilidad de movimientos que el de seguir la corriente. Todo al son de la música que interpretaba la orquesta.

De allí supongo, que las familias del centro, habían controlado quien empujaba a su hija, durante cuantas vueltas, y al revés lo mismo, que no sea que el muchacho se me aficione a tetas poco convenientes, que con esa familia tenemos unos pleitos muy largos por unos lindes mal interpretados.

Te servían vino con de todo, le echaban canela, fanta, gaseosa, y lo que hiciese falta. Por supuesto, en tierras de hombres y mujeres derechos, nadie te pedía el carnet de identidad, y si te tocaba vomitona por un exceso, el pescozón te lo llevabas por idiota. Eran otros tiempos.

El aspecto cultural no había que dejarlo a un lado, que en el plano gastronómico, a lo dicho, había que añadirle los buenos pimientos picantes, esos que lo hacían a la entrada y a la salida, las frutas de la finca que otro tío mío tenía en la curva del río en Fresno de la Ribera, los chorizos hechos para hombres y mujeres de pelo en pecho, en fin elementos todos que ayudaban a trasegar aquel vino, si, el que le dio a mi tío un paisano por calificar convenientemente su solicitud de crédito.

Y la Colegiata de Santa María, al castillo no le prestábamos mucha atención, donde mi padre me hacía siempre buscar la mosca en el cuadro de la virgen. El pórtico policromado aún no estaba como ahora, y no lo recuerdo.

Por supuesto me hacía mirar las escamas de la cúpula, (bizantina según él), y que a mí siempre me gustó, e insistía que buscase sus dos primas en Zamora y en Salamanca, que allí están.

No os voy a marear más, me voy a Toro otra vez, con otros ojos, con otros amigos, y seguro que una lagrimita de emoción o de nostalgia se me escapa, aunque siempre diré que es que no esperaba que el chorizo del aperitivo picase tanto.

In vino veritas

 

Viaje a la India, continuación.

 

La bella imagen del Tahj Mahal la ha difuminado tanta miseria, tanto abandono de un tesoro imposible de olvidar una vez te has quedado como un pasmarote viendo desde el jardín de acceso la imponente mole de mármol blanco impoluto, salvo por las cagadas de las palomas.

Trece años después aún tengo en la retina la impresión que me dejó aquel cúmulo de impactos sensoriales que supuso mi paso por Agra. También supe en aquel momento que seguramente no volvería a pisar aquellas tierras, fueron demasiados años soñando con la leyenda del túmulo del amor eterno, cuando la realidad es que te enfrentas al fracaso de la ambición de un mogol, y al abandono de las generaciones que le siguieron.

Así que, no me costó demasiado esfuerzo volver a subirme en uno de esos ruidosos trenes que parece van a descarrilar de un momento a otro, como efectivamente pasa muy a menudo por esas tierras. Mi departamento en el que viajábamos varios extranjeros, y ningún hindú, destartalado y sucio, como corresponde, pero cómodo en comparación con las sombras que veía viajar en el techo de los vagones.

Rindo viaje en Jaipur, una bella ciudad/ciudadela roja como las arenas del desierto que la rodea, me recibe como toda la India ha ido haciendo a lo largo de mi viaje, con miseria y suciedad rodeando a la opulencia de un pasado que sigue abrazado a sus palacios y sus fortalezas.

Y así ves al encantador de serpientes, que agradece a su dios el haber recibido el don de que la cobra quiera estar con él, y así gracias a las limosnas poder seguir adelante hasta que se muera la cobra, hasta que la cobra le mate, o hasta que el diablo quiera, todo en manos de Shiva, todo en manos de Ganesh, todo en manos de Brahma, de Indra, de Visnu…

Que al final la cosa se arregla en la próxima encarnación, o no.

Y la muchedumbre por todas partes, se mezclan el taxi a pedales con el conductor de elefantes, sorteas (si puedes) la última plasta soltada por la vaca de turno, y piensas que tras estas experiencias, el sentido del olfato nunca volverá a ser el mismo

Ni el de la vista, que el cromatismo que te regala esta tierra es, como todo en ella, excesivo sobrepasa la paleta de cualquier pintor, es un mundo diferente, es otro planeta, son seres diferentes, y dignos de admiración, dicho sea de paso.

La arquitectura de la ciudad que es relativamente moderna me pareció razonable (pocas ganas tengo de describir la cosa), pero quédense sus gracias con ese cuento, que me maravillaron los palacios de los rajás, el palacio de los vientos que se dedicaba a las concubinas, siempre detrás de celosías, mármol por todas partes, jardines de agua limpia y fresca para los amos, las mil y una noches dentro de los palacios, y el infierno fuera.

En la bitácora de aquel viaje se repite día tras día el hecho de que la belleza que me ofrece esta tierra se destruye a cada paso con la miseria y la suciedad que lo impregna todo. No lo sé, pero quizás es el calor agobiante que me está acompañando el culpable, el termómetro baja con dificultad de los cuarenta grados, y es otro de los ingredientes que te impulsan a reacciones negativas.

Las carreteras es el otro ingrediente de esta tierra que saca de quicio a cualquier occidental domado tras decenios de multas, parece que se circula por la izquierda, fruto de la tradición romana, traída aquí por el Imperio Británico, pero no es una norma, es una tendencia, con lo que el caos está servido, ya que normalmente hay más tráfico que calzada, hay animales sueltos, hay vehículos de todo tipo, incluídos los coches. Yo siempre he pensado que para nosotros el mayor peligro en los viajes es el relacionado con el transporte.

Sigo mi viaje a través del desierto del Thar hacia Bikaner, son más de trescientos kilómetros de polvo, tráfico, baches, sustos…pero llegas, como el señor obispo, “rota, hija, estoy rota”.

La ciudad es un punto en medio del desierto, que se vió favorecida por el tráfico de caravanas, y estuvo bajo el dominio de los señores mogoles y por el turco. La fortaleza de Junagarh es realmente impresionante. Es como si el señor de la fortaleza quisiera dejar claro que su intención es masacrar desde las alturas la vida de su pueblo, que disfruta a cuarenta grados de las cloacas a cielo abierto. Es un salto al pasado, no sé a qué siglo, pero muy atrás, muy atrás.

Los perros y las vacas entre los puestos de comida, las ratas en las calles y en las habitaciones de los hoteles. Es lo normal, es la herencia de una saga de señores poderosos, del rajá que llegó a firmar el tratado de Versalles, que fue huésped de las casas reales europeas, y recibió en su palacio a la familia real inglesa. Recomiendo buscar referencias de este personaje, Maharaja Sir Ganga Singhji (Singh es la palabra usada en toda Asia para denominar al tigre), en donde podáis, especialmente en la British Enciclopaedia. Hay que escapar de estos personajes que dejan como legado fastuosos palacios y la más absoluta miseria a sus ciudadanos.

El sij que lleva mi coche se adentra en el desierto, de nuevo mis rezos por la salvación de mi alma, que no veo el momento da cambiar el peligro del asiento trasero del Peugeot, por el peligro de la cena que me espera en Jaisalmer, siempre que no se cuele una cobra en busca de dueño en la ducha de mi hotel.

Y la ciudad, la fortaleza está de nuevo enfrente de mí, otro enclave del comercio del desierto, enclave de caravanas, otro lugar de palacios amontonados, abigarrados, eso sí, sobre montañas de mierda, lo de cada día, la vida desbordándose y yo empeñado en no dejar que traspase los muros de mi burbuja perfecta, aislante. No debo quejarme demasiado de la actitud de los Maharajás.

Eso sí, de noche en el campamento fuera de la ciudad, y bajo las estrellas del desierto pude disfrutar de la música local. No hubo visitas de las concubinas de la ciudad, pero no importó, que no trabajo para ninguna ONG.

El viaje continúa para buscar la experiencia de la filosofía Ayurveda, que se supone va a llenar mi espíritu de paz, que va a arrancar las angustias que la desigualdad que llevo viviendo de forma tan cercana va a desaparecer. Así entre montañas, aparezco en una especie de hotel monasterio, minimalista, con luces tenues y música muy suave, si, de esa que te dice…meditaaa, meditaaa.

Pero a la hora de la cena lo que me ofrecen es una comida occidental, una carta de vinos y champagnes que para sí la quisiera el bueno de Alain Ducasse, muy Ayurveda, con flores en mi cama, con perfume en el agua de la bañera, todo muy puesto, todo muy artificial, todo muy de hostelería suiza…¡quién me mandaría a mí!.

Udaipur, me llamó la atención por la posibilidad que ví, desde Madrid, de alojarme en un hotel mítico, en medio del lago, el Lake Palace, y a fe que no me defraudó, que ya iba yo preparado con mi uniforme de brigadier británico, con mi chaqueta roja, dispuesto a ponerme ciego de gin tonics, y a fumarme un buen puro. No lo recuerdo, pero creo que cometí el error de buscar el lujo extremo, que se difuminaba en canto dejaba la barcaza que me dejaba en tierra para pasear por la ciudad. El palacio del Maharajá, era la última frontera.

Delhi de nuevo, esperar mi avión hacia Munich y Madrid, en la piscina de un hotel de negocios occidental (Intercontinental creo), compartiendo espacio con los monos que intentaban quitarte los cacahuetes del aperitivo mientras los perseguían los empleados del hotel con varas largas.

Pensé, para despedir el viaje y la experiencia, que los empleados hubiesen actuado igual si hubiesen en vez de monos sido parias en procesión los que se hubieran acercado.

Con su pan se lo coman

 

Viaje a la India

Viajar por el Rajastán era algo que siempre me apeteció, y allá por 2005 carretera y manta a lomos de Lufthansa, me dejé caer por Delhi, con los ojos abiertos y con los prejuicios que lleva encima la condición de occidental blanco cabrón que ostento.

Fue llegar a Delhi, y sentir que de golpe se me había caído toda la India encima, y es que dejar la pulcritud de la clase business de Lufthansa y de repente recibir el vaho extremo de calor húmedo a las siete de la mañana, uncido con mil aromas diferentes que reconoces con dificultad te devuelve de nuevo al hecho de que vives en el mundo, rodeado de ese factor humano del que los occidentales tendemos a aislarnos tan fácilmente en esas burbujas artificiales en las que tendemos a escondernos.

De la mega urbe que es Nueva Delhi, se dice que tiene cerca de veinte millones de habitantes, pero creo que ni idea, ya que la sensación de descontrol el terrible. Pero dejaremos la cosa de que en esta ciudad, la más contaminada del mundo, vive mucha gente, bueno, malvive mucha gente.

Digamos, por un decir que hay tres Delhi, la del poder que ocupa los viejos y mastodónticos edificios coloniales, y desde donde se pretende gobernar y organizar a los mil doscientos millones de habitantes del país. Me pareció un escenario de opereta, sangrienta, pero opereta.

Muy Mountbaten, encerrados en su palacio, reciben embajadores, y de vez en cuando, el pueblo, o una facción rival, se cabrea y los para a cuchillo. Pues bueno. Los Gandhi saben mucho de eso.

Hay una pequeña clase media, de la que ya he hablado en esta serie, con ganas de llegar, con hambre de progreso, que ya veremos a donde llegan, que por el momento apenas forman parte del corrupto funcionariado, o de los comerciantes de los mercados infectos, o quizás de empleados de alguna compañía extranjera que cobran un pequeño salario.

El resto es pobreza, pero pobreza como no somos capaces los occidentales de concebir aunque la veamos delante de nosotros. Viven como pueden, apenas sobrepasan los treinta años, y transportan a la vista todo lo que tienen, que no es más que suciedad, miseria, y enfermedades.

La ciudad nueva, Nueva Delhi, no es más que una creación del brutal colonialismo británico, diríase que no tiene casas, que todo son grandes avenidas arboladas, aptas para desfiles con tufillo nazi, y con un arco de triunfo, “La puerta de la India” en honor a las decenas de miles de muertos indios durante la Gran Guerra, aquella que sumió a Europa en un baño de sangre allá por los albores del siglo pasado.

Al final la Delhi vieja, abigarrada, en donde la lucha por la vida, por el sustento cotidiano es la directriz principal. Los rijksows, las bicis. Los Tata, las motocicletas, el enjambre humano de una ciudad viva, que muere a cada momento.

Claro, que yo sigo en mi burbuja de tarjetas de crédito, coche con aire acondicionado, hotel de cadena internacional, en fin todo lo que me mantiene a salvo de este entorno en el que ya llevaría décadas muerto.

El hambre no les gusta a los gatos, y no se ve ni uno, perros pocos, famélicos, sarnosos y apaleados, que el dominio aquí es de los monos, que buscan su parte robando comida atacando a quien se descuide, y posiblemente dejándote alguna infección por añadidura.

La comida la encontré sencilla, y al europeo, en principio nos asusta, ya que el riesgo de que te haga un roto, es grande, así, que lo mejor el arroz hervido, Buenos tés, que por cierto vienen de Inglaterra, aunque se cultiven aquí, que lo que queda como local es imbebible. Cosas del colonialismo ye de los mercados internacionales, y sobre todo de una tierra en la que entró desde Alejandro Magno hasta Genghis Khan, que por cierto dejó el famosos fuerte rojo en el centro de Delhi y que es una fortaleza prácticamente derruída excepto el minarete, y la zona de las abluciones y oración al aire libre.

Dejo Delhi, me subo en un tren infecto, eso sí en la clase de los turistas, que en la de los locales ni se me ocurre, y tricu tricu, hacia Udar Pradesh, es decir a Gwailor, su capital, otra de las diez ciudades más contaminadas del mundo pero con un pasado mongol y una herencia arquitectónica notable, encabezadas por una fortaleza que mantiene tras seiscientos años de luchas y deterioro, un interesante e imponente aspecto, gallardo y noble a la vez.

Una tumba sufí, mezquitas y templos hindúes del siglo X, dan la medida de lo que fue, ya que hoy te envuelve la miseria en sus mercados callejeros, la pobreza de los más desfavorecidos que te encuentra a cada metro que caminas, las heces en la calle, la supervivencia más básica en las peores condiciones.

El calor es asfixiante, la humedad extrema, los olores, el ambiente, no son los más adecuados para un europeo de esos de copita de champagne antes de comer. Ni me planteo tener que buscar un sitio para aliviar las tripas, no me lo planteo. Mejor no necesitarlo.

Otro paseíto en el tren peligroso y destartalado, en el que te ofrecen un bocadillo de no sé qué, que vas en la clase de los ricos. Mejor no tocarlo, que lo suyo es llegar a Agra sin retortijones, que la tierra del Tahj Mahal, y su templo funerario es una de las etapas que en este viaje quise hacer.

Mi primera impresión de la miseria la encontré en la misma plaza de la estación en la figura de un mendigo que mostraba ufano una filariasis con las filarias saliendo por los agujeros de sus piernas. El hombre estaba feliz, despertaba el espectáculo que ofrecía la compasión de la gente, que le daba más limosnas que a otros mendigos. El llevaba el valor añadido de un número poco frecuente.

Visitar el gran monumento funerario de Agra fue una maravilla para mis ojos, a pesar del deterioro que estaban causando las palomas que anidaban en el interior de la tumba…en fin, que te cuentan una preciosa historia de hadas y de amor eterno, que uno que es muy crédulo, se traga, y además la tumba de los esposos uno junto a otro. Muy mono.

Lo que ya te dicen con la boca pequeña, es que el mausoleo era solamente para la esposa del Mogol, que en su delirio tenía planeado al otro lado del río su propio mausoleo, mucho mayor que el de su esposa, y….en mármol negro.

Parece que lo destronaron a tiempo.

Paseo por la fortaleza mogola, té a la británica, y siempre rodeados de pobreza y suciedad, llegas a celebrar que tu vida no se desarrolla por aquellos lares.

Es una tierra en la que sus habitantes han sido objeto de explotación contínua por parte del poder, que ha llevado a cabo todos los excesos posibles contra ellos. Y esos ciudadanos han tomado con paciencia absoluta la situación, durante siglos y siglos. Empiezo a pensar que las ideas religiosas que hay implantadas en esta tierra apoyan el esquema de excesos del poder.

Sin embargo, los locales nos miran a los turistas con una mezcla de curiosidad y picardía, quizás a veces hasta con miedo, y es que nunca sabremos qué es, lo que viniendo de lejos, les robó, generación tras generación, el derecho a una vida digna.

Mañana, más de lo mismo