Hablemos de miserias

Y nada hay más miserable que las atrocidades que han roto el corazón de millones de personas y la vida de quince de ellas en mi querida Barcelona.
Y además no ha sido simplemente en mi ciudad, ha sido en esa parte de mi ciudad que quiero especialmente, esa parte que no dejo de pasear cada vez que voy a casa, esa parte que no dejo de vivir cada vez que puedo, y son demasiados años haciéndolo, que ya de la mano de mi abuelo, bajaba desde la Sagrada familia hasta el mar, paseando, cuando a los viejos y a los niños nos barrían las señoras de casa, para que no molestásemos mientras adecuaban las cosas para nuestra comodidad.
Y eso son más de sesenta años, sesenta años por lo menos paseando aquellas baldosas, que han ido cambiando a través de los tiempos, que ya no pasan las locomotoras de vapor por la calle Aragón, ni se ven desde aquellos puentes que se debió levar al diablo, o Porcioles, o cualquiera con su tres per cent correspondiente, que eso no es cosa de la democracia.
Leer que mi Boadas se transformó en una tierra de acogida, no me extrañó, que siempre lo ha sido, de acogida a corazones solitarios a los que les gusta ver a la gente, mirones como yo, o a los nens de la Bonanova, que de vez en cuando bajan hacia el Raval, a oir un poco de Jazz en Jamboree, o ver a Carmen Amaya, o lo que quede de ella en los Tarantos. Pero Boadas no era zona de acogida de dramas, que no pudiera resolver Doña Elena Francis, y ahora puede orgullosamente afirmar que lo es.
Mi Barcelona, esa ciudad que es archivo de cortesía, que recordó Cervantes, está en proceso de cambio, y de los tres que he vivido de forma significativa, este es el que menos me gusta. Que el primero fue arreglar los desastres de la guerra, aquella guerra cainita que desangró a varias generaciones, y la cosa se recompuso como se pudo.
La segunda fue aquella nueva Barcelona que se abría al mundo cuando en el noventa y dos llegaron las Olimpiadas, y parecía todo un sueño necesitado, un sueño deseado, que las cosas funcionaban, que la gente sonreía por la calle, que teníamos una obra en común que levar hacia adelante con un examen final de quince días que se aprobó “cum laude”.
A lo mejor fue el resultado de la imagen que de la ciudad hubo en todo el mundo, con aquellos saltadores de trampolín de las Picornell, que parecía volar sobre el mar abigarrado de casas de mi ciudad, o de la Caballé y Mercury recordándonos que íbamos a ser amigos para siempre, no lo sé, pero la ciudad empezó a llenarse de unos pocos visitantes, luego más, y luego muchísimos más. Ese era otro cambio positivo, que nos recordaba que mi Barcelona era una ciudad universal, de esas que en el mundo se cuentan con los dedos de una mano, de esas que todos quieren visitar una vez en la vida.
Y mi Barcelona los ha acogido a todos, con paciencia infinita, ya que con la multitud de personas, también viajan bestias, pero eso es otra cosa, como otra cosa son los abusos en esto o en aquello, que te molestan un día, pero hacen que vivas en el mundo.
Y tras aquellos días parece que el sueño tocó el cielo, el punto álgido, y las sombras empezaron a deslizarse casi sin que nos diésemos cuenta. A lo mejor venían de aquel hombre que llamaban por entonces molt honorable, quizás por haber hundido una banca, quizás por haber sembrado la semilla del odio y la discordia desde el adoctrinamiento de los niños en las escuelas, desde, desde tantos sitios, poco a poco, sin que la sociedad abierta que es mi ciudad se diese cuenta. Fue un veneno lento.
Un veneno lento que ha culminado en este proceso miserable lleno de odio, desconfianza, mala educación, incluso. Y me ha transformado la ciudad, no, la está transformando en un campo de batalla, para gozo de tantos cainitas.
Y si, desde Boadas hasta mi Liceo, donde hace poco disfruté de un Trovatore mediocre en unos aspectos y bellísimo en otros, como seguro dije en su momento, mi paseo a comprar esa revista que solo se encuentra en la esquina de Porta ferrissa, o parar un momento delante de la fachada de Belén, o el lujo de mi viejo Hotel Oriente, que hoy se llama de otra manera, que ni me importa.
Y ese Palacio de la Virreina que siempre he creído que era la mujer del Virrey Amat, aunque en la práctica me pareció el final del tranvía que pasaba por la calle Rosellón, el cuarenta y siete, o el cuarenta y cinco. Yo qué sé.
Todo, hasta la Boquería, me lo han llenado de sangre, de sangre de gente confiada, de gente que solo quería pasear, como hago yo tantas veces. Y lo han hecho esos asesinos que tan bien venían para que hiciesen masa en las elecciones, que estos no eran hijos de la América hispana, y aunque hablaban catalán, que no se engañe nadie, no estaban integrados. Las cien familias jamás lo permitirían.
Que su catalán tenía acento de Rabat, y eso es suficiente para la discriminación dolorosa que han debido sentir a lomos de demasiadas humillaciones. Queridos indepes, habéis preparado el caldo de cultivo perfecto para el odio, y ahora la ciudad sangra, que ya lo hicisteis con la inmigración de la posguerra, con la diferencia que andaluces, murcianos, extremeños….no anidaron el odio, que rezaban en la misma iglesia, aunque a diferentes horas.
Así que vayan ustedes tentándose la ropa, sigan con sus juegos malditos, sigan por el camino de la destrucción de lo que no sea parte de su núcleo duro, manipulen, engañen, tergiversen, roben vidas, y ahora cojan las bayetas, y salgan a limpiar la sangre de mis Ramblas, o llamen a la criada esa que viene del Rif, y que tan agradecida debe estar a todos ustedes.
Voy a vomitar

4 comentarios sobre “Hablemos de miserias”

  1. ¡¡¡Tremendo artículo lleno de dolor!!!
    Esta locura, que tan acertadamente describes, destroza también el alma a quienes amamos tu querida ciudad!
    ¡Ojalá reflexionasen aquellos que lo tienen en su mano!…

  2. Y encima descoordinación, y encima que no me vean con ese en la mani, y encima que no parezca que..¡qué asco! ¡Y qué pena!

    ¡Y qué bonito escrito! Como siempre.

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