Hacia Franceville

Hacia Franceville

Me dicen que para llegar a Franceville, ciudad al este de Libreville, a unos seiscientos cincuenta kilómetros de distancia hay que coger un tren, el Transgaboniano. Pues bueno, que uno ya subió en el Shangai en su momento, conoce los detalles de aquel sevillano al que según donde, llamaban el catalán, y se ha subido en trenes de todo el mundo, así que este no me iba a asustar.

Me amenazaron con doce o trece horas de viaje, y recordé aquel episodio que nos contaba Javier Reverte del “Air May be” tanzano, creo, así que paciencia, agua y unas galletas, como los marineros del siglo XV, que estas cosas sabe uno como empiezan pero desde luego, no sabe cómo acaban. Lo mejor ir pertrechados.

Siempre he preferido los trenes botijo, ya que al menos podías poner el vino en la ventanilla a refrescar, y de cuando en cuando ir tomando la parte alícuota correspondiente al trayecto a realizar.

Pero estos trenes modernos no permiten ciertas gollerías, y rezas para que el aire acondicionado no falle, que si es así lo que te queda es la oración al son del réquiem de Verdi, que no está nada mal tampoco. El problema es cuando la modernidad se queda a medias y cuando con el pretexto de no poder bajar las ventanas por aquello de la seguridad, la climatización y no sé cuantas historias más te dejan sin refrescar el botijo, con el aire acondicionado inadecuado, y con una cara de las de ¿qué cojones hago yo aquí?.

Pero no importa, que uno está bragado y para estas cosas aún le quedan restos de paciencia en ese alma cascarrabias que me acompaña. Que ni mirar por la ventana me dejaron, ya que el viaje fue nocturno a la ida.

¡Cómo desee que el viaje fuera de día y disfrutar del paisaje!. Cierto que a la vuelta los malditos dioses me concedieron el deseo, que me tiré diecisiete horas de viaje….pero no adelantaré acontecimientos.

Los trenes africanos, como las trochitas andinas, como en fin todos esos trenes que atraviesan tierras donde no habita el lujo tienen la importancia de satisfacer las necesidades de comercio locales, con lo que se llenan de las más pintorescas mercancías que acabarán en los mercados alrededor de la línea férrea, hasta animales he visto transportar en el regazo de algún viajero, que hay que vivir, que son tierras duras como aquellas tierras españolas de mitad del siglo pasado, donde el comercio sencillo a pie de tren ayudaba a no pocas economías familiares. Viejos tiempos.

Pero una cierta modernidad ha llegado a este tren, el único del país, y solo se admiten mercancías en el furgón correspondiente, y en las estaciones nadie puede recoger nada, ni siquiera hay puestecitos para atender las necesidades de los viajeros en las estaciones. ¡Aaastooorgaaa, a la rica mantecadaaaa!¡Yemaaasss de Santa Teresaaaa!¡Aguaaa de la sierraaa! Aquí, en el Transgaboniano es fiambrera o muerte, una especie de quiero y no puedo, que no nos importaría tener el TGV, aunque fuera de segunda mano.

Pero un billete de ida y vuelta es más caro que el salario de un mes de muchas personas, con lo que se deduce que no está hecho para el pueblo llano, quizás para los señoritos, que turistas tampoco parece que haya muchos.

La zona este de Gabón, se acerca al Congo Brazza, y en su momento pudo ser una región con producciones agrícolas razonables, pero hoy la cosa no da para mucho, que de la destrucción de los cultivos se han encargado los elefantes con un aterrador empeño. Así que la línea férrea se utiliza para el transporte de madera obtenido de las selvas ecuatoriales que se ven cada día más peladas, y del manganeso, que si deja algo es polvo en los pulmones de la gente de la zona, ese polvo que levantan los camiones que se llevan la riqueza para otras zonas, para otras gentes.

Franceville en ningún momento me dio la sensación de estar en una ciudad, es una estructura deslavazada, una zona de mercado mísera, que parece ha recogido lo que en nuestra Europa sobra, y con productos agrícolas de muy baja calidad. Hay hoteles pero no parece haber urbanismo, hay edificios oficiales, ayuntamiento, ejército, policía, pero lo dicho, no parece haber ciudad, solo aglomeraciones de casas en barrios duros.

En mi tren viajaban políticos, que el próximo seis de octubre tienen elecciones legislativas, con sus todoterreno en la cola del tren, como aquel auto expreso que teníamos por aquí. Parece que tenía que demostrar su poder a lomos de los Toyotas, grandes, enormes, intimidatorios, que había que convencer a los jefes de barrio de la utilidad de votar al poder establecido. Yo pasé vergüenza viendo el espectáculo, luego me di cuenta que dolía la visión. Demasiada gente viviendo con menos de un euro al día.

Ya no se cultiva café, pescar en el río tiene poco sentido, los platanales me dicen que están destrozados, demasiada miseria. Nadie se merece eso.

Y de lejos, si te subes a una colina, el paisaje, el que no ha sido quemado para la recolección de madera, o para vaya usted a saber qué, es bellísimo, pero me temo que a la vez es hostil para quien quiere sobrevivir allí y no es de la cuerda de la gente del poder.

Me dolió Franceville, que te recibe con un estadio de futbol moderno, totalmente fuera de lugar que demasiadas cosas necesita aquella gente para el tal dispendio. Pero son las cosas de las dictaduras, que no las cosas de África como se empeñaban en comentarme mis amigos locales.

Ya hablaré en otra entrada de los detalles de mi visita y mi interacción con la gente, que ahora con comentar someramente el regreso a Libreville, la cosa queda cumplida.

El tren de regreso se me llenó de políticos, y lo que es peor de sus guardias pretorianas secretas, bien armados de fusiles, pistolas y lo que no pude ver. En mi vagón, lleno por cierto, no éramos más de diez ciudadanos normales, y el único blanco el que sus escribe. Tremendo.

Y la gente que debe estar cansada del dictador de turno, el que manda a sus acólitos a soltar dinero a los jefes de barrio para ganar las elecciones, decidió en cada una de las estaciones en las que se detenía el convoy, bloquear las vías, con el consiguiente aumento del nerviosismo de los matones de a bordo.

Diecisiete horas esperando que ocurriese algo, o al menos que el viaje acabase, que lo que menos importaba es que el paisaje fuera más o menos frondoso.

Llegar a Libreville fue constatar que la miseria de las casas del recorrido no diferían de las que había encontrado en Franceville, ni de las que en la capital abundaban. Demasiados niños correteando entre las vías del tren, demasiada miseria para tan bella tierra.

Con su pan se lo coman