La carta a los Reyes Magos.

 

No teman sus gracias, que esta vez no voy a ponerme estupendo haciendo una glosa del significado simbológico y esotérico de los famosos Reyes Magos, ni siquiera es mi intención ir por los caminos que transitan Don Iker Jiménez, y otras gentes de su gremio hablando de la posibilidad de que sean extraterrestres montados en platillos con forma de camello.

No, no teman ustedes, que estoy muy mayor para meterme en ciertos charcos. OVNIS parece que sensu estricto si lo son, que nadie sabe muy bien qué diablos son esos tres pollos en camello que parecen sacados de una fiesta de Drag Queens, con todos sus abalorios y sus sedas, cruzando los cielos de Oriente a Occidente, como si fuera un paquete o varios, de Alibaba.

Mis amigos y yo, deberíamos celebrar estos días nuestro homenaje al sol invictus, que se nos viene encima la solsticial de invierno, que parece que el tal Sol no se nos va, que es como un yo-yo, arriba, abajo, arriba, abajo, y seguro que lo haremos, que esas cosas se nos dan estupendamente, y beberemos unos vinazos, comeremos un corderito, y a otra cosa.

Y a lo mejor lo que estamos celebrando son las cosechas esas que nos deberán dar de comer en su momento ya entrado el año que se anuncia, así que habrá que honrar a Saturno, ese dios que sirve entre otras cosas para la protección de la agricultura, y liarnos con las saturnales que parece empiezan con eso del viernes negro, y acaban con la Beffana o con los Reyes Magos.

Mi amigo David, insiste que de lo que se trata es de celebrar el período del Hanukkah, la fiesta de las luces, de las luminarias, en las que se celebra la derrota de los helenos y la recuperación de la independencia judía a manos de los macabeos, con la consiguiente purificación del templo “infectado” por la presencia de dioses extraños.

Parece que la fiesta de la luz deriva del milagro de haber podido mantener encendido el candelabro de nueve brazos (Hanukka) durante ocho días consecutivos, con una cantidad exigua de aceite, suficiente apenas para un día.

Al final la simbología es a mi parecer la misma siempre, la luz que triunfa, y no diré el triunfo de Lucifer, para no darme ni pisto, ni autobombo, pero la luz siempre triunfa…por el momento. Quien quiera saber más de esto, que lea el Talmud (Gemara, Shabbat 21), que yo no soy profesor de nada, y esto me lo he currado de la tal Wilkipedia.

Pero viendo estas cosas que se nos vienen encima estos días vemos que la celebración es múltiple, pero siempre la misma, sea cual sea la tradición a la que nos acerquemos, y es la entrega, o el robo del fuego, de la luz divina por Prometeo, por Lucifer, por quien quieran ustedes, para dar el calor necesario a la agricultura, iluminar las mentes de los humanos.

Pero volvamos a la tradición del Imperio Romano, en que durante estas fiestas saturnales, además de cierta tendencia al desmán, la gente se intercambiaba regalos, asistía al banquete que se ofrecía a todo el mundo, teniendo incluso los esclavos cierto relajo en el cumplimiento de sus obligaciones. (Quizás los más curiosos de entre vosotros se atrevan a emprenderla con la obra de Macrobio, Las saturnales), allá cada uno con su responsabilidad.

Así, que sin mirar hacia Akenatón, que ya tengo tortícolis solo de pensar lo atrás que debo llevar la cabeza, nos encontramos en que las religiones y los solsticios siempre se han llevado bien, como bien se han llevado con los ciclos agrícolas, o con cualquier cosa que permitiese un cierto protagonismo en los períodos de relajo de los seres humanos una vez acabadas las tareas a las que obliga la supervivencia.

Así, que tendré que aprovechar eso del viernes negro, la Hannukah, las Saturnales, Los reyes Magos, o la Befana, que entre Saturnales y Epifanía, nos jugamos las fiestas del consumo de este mundo occidental de hoy.

Que nosotros con el lío que tenemos montado, al añadir la presencia muy alabada del licio Nicolás a las tradiciones, si la cosa se nos pone rácana, este San Nicolás de Bari, o Santa Claus, nos traerá el regalo anticipadamente.

No quisiera ser irreverente pero el tal Nicolás de Bari tenía na gran predilección sobre el mundo de los niños, cosa que hoy sería altamente sospechosa, y su milagro fue curar a niños acuchillados por algún desalmado, o poner bolsas de oro en los calcetines de doncellas que no tenían posibles para llevar dotes aceptables a sus matrimonios.

Pediremos a Papá Noel que deje algo en la chimenea donde dejaremos los calcetines a secar, y mientras que me vaya explicando los detalles del contrato con Coca-Cola, que hicieron cambiar su color tradicional, verde, al rojo.

Ya lo que me queda, y como estamos en pleno ciento cincuenta y cinco, pediremos que el Tió, ese tronco hueco que desde la cocina en el día veinticinco, es apaleado por los niños para que cague los regalos al son de la cancioncilla “ Caga Tió, no caguis arengadas que son saladas, caga torrons que son més bons” .

Si no. Y esto es ya un lío foral, me quedan los iratxoak (duendecillos) vizcaínos, o el Olentzero, (carbonero) navarro. (nótese que la Befana trae carbón también, y los Reyes Magos si el niño es demasiado travieso), o el Apalpador gallego que trae castañas y carbón para asarlas.

Con todo esto, hare mi carta, que gracias al lugar donde nací, y a otras circunstancias que no vienen al caso, dulces tengo, y no creo que mi médico sea muy feliz si como demasiados, las castañas en Callao, a la señora de siempre, figuritas de barro como las que se regalaban los romanos en las saturnales, o las que hay en nuestros belenes, si no son vienen con inteligencia artificial de serie, pues ¿qué queréis que os diga?, aunque ese caganer que está abonando la tierra una vez acabada la tarea de la siembra de invierno, quizás sea el símbolo que más me gusta por lo que conlleva de esperanza en el fruto que la tierra está incubando, y será nuestro alimento futuro.

Los detalles de mi carta, los daré en otra entrega…o no.

Con su pan se lo coman

 

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