Lo sabemos todo, de nada

Esta mañana, unos muchachitos, supongo, en la radio, hablaban de los grandes enigmas del ser humano, los famosos ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? Y ¿a dónde vamos?.

Lo primero que me ha llamado la atención ha sido lo vacío de sus argumentos que destilaban esa improvisación engreída del ignorante que se cree sabio.

No pienso enumerar las barbaridades que entre “creo y creo”, junto a “yo lo veo así” y aderezados con gotas “es que no puede ser de otra manera”, han ido desgranando los presentadores, jóvenes por el sonido de sus voces, hasta que me he cansado y he vuelto a sufrir a los voceros de los políticos.

Y es que no hay salida, que uno va teniendo cada día más clara la idea de que hemos perdido el norte a la hora de formar a las personas, que ya no vamos por ese camino, que lo que “fabricamos” me temo que son solamente especialistas, esos que mientras su foco de conocimiento no quede obsoleto, lo saben todo del algoritmo que acelera el proceso de cocción del cachelo gallego, y nada más.

Y ahí viene lo malo, que te han dicho que lo sabes todo de algo, y te crees que lo sabes todo de todo, con lo que abres la bocaza a destiempo sentando una cátedra que no es la tuya.

Y así vamos, que el camino que gentes así formadas, en su soberbia titulada, podrán ser llevados por donde quiera el que quiera, a su antojo. Es cada día más fácil ganar adeptos, es cada día más fácil engañar a la tropa mal formada, y más engreída.

Lo que nunca se enseña a los que vienen es el concepto de silencio, el concepto de escuchar, lo que significan la prudencia, la paciencia y la introspección. Y así nos va, y así los escuchamos en la Carrera de San Jerónimo, la razón no existe, solo la letanía, el mantra, y se expresa a gritos las más de las veces.

Seguramente son los signos de nuestro tiempo, y en ellos hay que nadar, que es la exigencia de los axiomas de la ecología, lo que no quiere decir que me guste.

La vida en titulares, no hay más, que eso de profundizar es algo que no se encuentra, me dicen, ni en las tesis doctorales, que la vida es un corta y pega, y eso de leer un texto no lo hacemos ni aunque nos lo pongan delante para que lo firmemos.

Es el triunfo de la ignorancia, que hasta las condiciones legales del internet ese nos negamos a leer aunque en ello nos vaya la intimidad. Cosas de los tiempos, parece.

Me dicen que los buscadores del internet ese andan a ver quien definitivamente se carga eso de las letras que hay que leer, y empiezan a funcionar de forma general todos los sistemas de reconocimiento de voz a la hora de preguntar donde está Sebastopol, que una cosa es cantar la canción con la tuna, y otra muy diferente es ponerlo en el mapa, ¡perdón!, en el Google maps.

Y así andamos, eso sí, desde nuestro entorno global, escondidos tras nuestros auriculares, creyendo que tenemos el mundo en nuestras manos, que es lo que nos dicen, y la verdad es que apenas tenemos en nuestras manos los cuatro “me gusta” de nuestra cuenta en la red social de turno, que se nos conceden en general gracias a una foto, a un video, a un audio. Casi nunca a un escrito fundamentado, o a una idea bien estructurada.

Es también el triunfo del cortoplacismo, el que nos enseña a gritos Tito Trump, que no es capaz de ver más allá de un trimestre, como si tuviera que dar cuentas a un grupo de analistas de mercado, esos que hacen que suba o baje la acción de las Matildes. Arreglo las cifras del trimestre con una patada a seguir, como esas del rugbi, y si vienen dramas en el futuro, pues ya veremos, o mejor aún ya verán. Necesito el dedito arriba del “me gusta” para mantener mi ego intacto.

Son, sin duda los nuevos tiempos, los que nos avisaron al comienzo de la famosa era Acuario, que los hippies de los sesenta cantaban en las comedias musicales hechas para recordar que necesitábamos paz en el mundo, que estábamos hasta los mismísimos cojones de la guerra de Vietnam, que había que hacer el amor y no la guerra, las flores, las drogas… Manson, la ropa de la India, esa que se fabricaba para los activistas pacíficos de Berkeley, de San Francisco, de nuestro Londres europeo o lo que sea, por esclavos de la India, del Nepal.

No era este el resultado esperado, en el que hemos vendido nuestra alma por unos espejitos de colores, espejitos que nos hablan, que nos lanzan imágenes y nos dicen que somos la más bella del reino, hasta que aparece Blancanieves.

“Me gusta”, al final nuestra pobreza intelectual ha reducido el mundo a la popularidad del instituto donde se crían los adolescentes, y ella tiene que ser la más esbelta, la más rubia, y él el mejor deportista en la liga de baloncesto o rugbi interescolar.

El que intenta la vía de la introspección, del esfuerzo por aprender es el rarito, el friki, el que no se va a reproducir porque no es rubia ni esbelta, ni tiene una tableta de chocolate en los abdominales.

Aún, me temo, seguimos con el concepto que el cabestro de Bismark introdujo en los sistemas educativos, que no es más que producir en las escuelas y en las universidades lo que la sociedad necesita, lo que la industria, la administración, y la producción de servicios básicos exige.

No está mal, salvo que las sociedades son cambiantes, y el ritmo de cambio es cada vez más rápido, con lo que no hacemos más que crear especialistas en diseño de fotocopiadoras de papel a dos caras, sin tener en cuenta que a lo único que nos tienen que enseñar es a pensar, a crear, a entender nuestro entorno, a planificar, y por supuesto a entender que no somos más que parte de un organismo superior que se llama sociedad.

Buenas noches y buena suerte