Paseo con sombrilla y caniche cerca del mar

Alguien me dijo una vez que si llegabas a ser realmente rico, por lo menos un edificio llevaba tu nombre. Ya sabes, Trump, Rockefeller…

Si llegabas a jefecillo, podían poner tu nombre en la puerta de tu despacho, siempre de forma provisional, claro.

Y si eras un mindundi con aspiraciones, grababas tus iniciales en la camisa. Nunca me hablaron de que por debajo de ese nivel, estaba el de la chapa con tu nombre que te ponen cuando estás de dependiente un unos grandes almacenes.

Vamos, como la vida misma. Y a colación de eso, y como uno es muy leído, andaba hoy releyendo cosas de finales del XIX y principios del XX, que si Chejov con su península de Crimea, o Agatha Christie yendo en sus barcos por el Nilo, a ver dónde anda el asesino, en fin esas cosas, y  me ha dado por pensar en otra calificación veraniega similar a la de los nombres depende en dónde.

Como ando por mi Costa Brava estos días, se me ha ocurrido pensar un poco en las calidades que en el concepto “salir de casa unos días que hace calor” nos diferencia.

Iremos pues al equivalente al nombre en el edificio. Para mí el concepto es el de veraneantes. El veraneante, trashuma, como el ganado, y cuando llega el calor, busca el fresco, como las vacas y las ovejas, buscan los pastos frescos de las montañas.

Que se lo digan a los pastores que desde Extremadura, pillaban Tornavacas, con sus rebaños, y pasaban por tierras abulenses o sorianas que siempre, en eso de la temperatura han sido más caritativas que las extremeñas. Pasaban varios meses, hasta que el frío los devolvía a tierras cálidas.

No miraban ni el reloj ni el calendario, miraban su comodidad, su disponibilidad de alimento, y poco, muy poco más.

Esos eran los veraneantes, que cuando la vida en su ciudad se hacía insoportable, bien por el calor, o por el final de la temporada de ópera, decidían abandonar la comodidad de sus casas urbanas, y se retiraban a sus posesiones en la playa, Brighton, Niza, Biarritz para los británicos, Santander, la Costa Brava (Sa Conca) o San Sebastian para la nobleza española. Las costas adriáticas o frente a Nápoles reservadas para la los italianos con posibles (excepción hecha de los mafiosos, que a esos nunca les ha gustado dejarse ver).

Los ricachones europeos, que consideraban que eso de la playa cansaba un poco, tenían siempre la alternativa de la montaña. Saint Moritz, Gstaad, la Cerdanya, los lagos alpinos italianos, Maggiore, Como, Garda.

También los había que hacían lo de un ratito aquí y otro allí. Traslado con servicio, o servicio esperando en la villa, y como las vacas trashumantes. Hasta que empezara la temporada de ópera, o el rey volviese con la corte de nuevo a la capital.

Hasta Franco veraneaba en Ayete, con consejo de ministros, y asesores estatales. Este mendrugo, creo que no lo apreciaba de verdad, demasiado vulgar el muchacho. Aún no he llegado a entender a los vascos que no han dinamitado el tal palacio. Ellos sabrán.

Otros veraneaban para mejorar su salud, e iban a los balnearios, donde la habitación del Señor Conde quedaba a su disposición hasta que el Señor Conde se cansase. Así nacieron esos enclaves como Baden-Baden, Evian, las Kurhaus cerca de La Haya, o exagerando un poco, las aguas que se tomaban en el Excelsior del Lido veneciano o en la Côte D’Azur, con su Martinez de Cannes, su Negresco de Niza, o su Hôtel de Paris en Montecarlo.

Para algunos ingleses, que como no aguantan su isla, tienen la necesidad de escaparse, era una opción salir de viaje, a bordo de su Orient Express, o de esos barcos que surcaban el Nilo, llenos de glamour. A este grupo les debemos cosas tan bellas, y tan útiles hoy, (cosa que nunca pretendieron ser) como los hoteles Old Catarates en Assuan, el famoso Pera Palace de Estambul, o La Mamounia en Marrakech.

¡Ah! Y los casinos.

Estos sitios, hoy solo quedan para mitómanos. Son parte de cadenas internacionales, y han bajado la categoría de sus huéspedes, a los que reciben en cortas estancias, muchas veces para reuniones de ventas del Colgate, o del Vim express. La vida que no perdona.

Veraneantes, con el nombre en su edificio.

Los del nombre en su despacho, lo tienen mucho más difícil, esos como mucho, enviaban a la familia, a la segunda hipoteca, generalmente playera, y ellos a golpe de seiscientos, iban y venían con más pena que gloria, para pasar los fines de semana con la familia, que para pendonear, ya tenemos los días entre semana, y el apartamento de soltero, (previo soborno de la portera). Aunque nunca la cosa valía para mucho.

Muchas viudas quedaron de esas aventuras en seiscientos, (yo conduzco de noche, que hay menos gente en la nassioná). Bueno. Vacaciones. Los niños sin cole, y a otra cosa. Luego venía agosto, con las vacaciones ministeriales, y la familia se reunía en Benidorm, en ese apartamento tan mono, en sexta línea de playa, a coger sus diarreas con la salsa rosa del cocktail de gambas, que siempre ha sido algo muy fino.

Este grupo, cada día lo tiene peor. El apartamento ya no es chic, el móvil, la conference call, el reporting semanal, ya no les dejan vivir, y la cosa queda en uno de esos todo incluído, o en un crucerito de una semana por el Mediterráneo. Además se paga a plazos en el Corte Inglés. Vacaciones, que además hay que reservar para Semana Santa, para Navidad, y por si se necesita en algún momento. Aquí como los ingleses de principio del siglo XX, los hay viajeros, y para ellos se inventaron los circuitos, esos de hoy es martes, esto es Bélgica.

El pueblo, es la salvación de los de las iniciales en la camisa.

Vuelta atrás, a ver a los ancestros, y a disfrutar de los toros enmaromados, o del festival de música rock, que hoy viene un grupo de Villacañas, que ha sido telonero de Olvido Jara. Tampoco está mal, se puede pasear hasta la fuente, constatar la mejora de la producción local de chorizos, e incluso, poder discutir con una cerveza en la mano, de política municipal, que no es moco de pavo. Incluso se le da vidilla al pueblo, que aquí, hijo, en invierno, esto está muy solo y muy triste.

No han cambiado tanto las cosas. Los del nombre en el edificio, van a sus exclusivos puertos, a ver quién tiene más grande el barco, aunque por el paseo marítimo de Yalta, o en el jardín de Baden-Baden, no está la señora con su perrito y su sombrilla. Tampoco el capitán de húsares buscavidas, ni se toma el té en vajilla de Wegwood.

Los del nombre en la puerta, a lo mejor ya no van a Benidorm, y van a Marbella, o un par de días a oír Jazz en San Sebastián, una Norma en Santander, o un Otello en Perelada. Poco más.

Solo me quedan los del nombre en la solapa, que les ha puesto el supermercado. Estos, nada, son siervos de la gleba, tienen que estar atentos a la llamada.

-Que me echan el viernes y me contratan el lunes, y con seiscientos euros al mes, el viaje más largo, en metro. Además mi pueblo, está en los Cárpatos, debajo del Chimborazo, o junto a Casablanca, y no puedo ir todos los años, que como se complique el papeleo, la liamos.

Y así seguimos, la vida no cambia, y el sello de clase que nos ponen en el culo cuando nacemos, está hecho con tinta indeleble.

Buenas noches y buena suerte