Viaje a la India

Viajar por el Rajastán era algo que siempre me apeteció, y allá por 2005 carretera y manta a lomos de Lufthansa, me dejé caer por Delhi, con los ojos abiertos y con los prejuicios que lleva encima la condición de occidental blanco cabrón que ostento.

Fue llegar a Delhi, y sentir que de golpe se me había caído toda la India encima, y es que dejar la pulcritud de la clase business de Lufthansa y de repente recibir el vaho extremo de calor húmedo a las siete de la mañana, uncido con mil aromas diferentes que reconoces con dificultad te devuelve de nuevo al hecho de que vives en el mundo, rodeado de ese factor humano del que los occidentales tendemos a aislarnos tan fácilmente en esas burbujas artificiales en las que tendemos a escondernos.

De la mega urbe que es Nueva Delhi, se dice que tiene cerca de veinte millones de habitantes, pero creo que ni idea, ya que la sensación de descontrol el terrible. Pero dejaremos la cosa de que en esta ciudad, la más contaminada del mundo, vive mucha gente, bueno, malvive mucha gente.

Digamos, por un decir que hay tres Delhi, la del poder que ocupa los viejos y mastodónticos edificios coloniales, y desde donde se pretende gobernar y organizar a los mil doscientos millones de habitantes del país. Me pareció un escenario de opereta, sangrienta, pero opereta.

Muy Mountbaten, encerrados en su palacio, reciben embajadores, y de vez en cuando, el pueblo, o una facción rival, se cabrea y los para a cuchillo. Pues bueno. Los Gandhi saben mucho de eso.

Hay una pequeña clase media, de la que ya he hablado en esta serie, con ganas de llegar, con hambre de progreso, que ya veremos a donde llegan, que por el momento apenas forman parte del corrupto funcionariado, o de los comerciantes de los mercados infectos, o quizás de empleados de alguna compañía extranjera que cobran un pequeño salario.

El resto es pobreza, pero pobreza como no somos capaces los occidentales de concebir aunque la veamos delante de nosotros. Viven como pueden, apenas sobrepasan los treinta años, y transportan a la vista todo lo que tienen, que no es más que suciedad, miseria, y enfermedades.

La ciudad nueva, Nueva Delhi, no es más que una creación del brutal colonialismo británico, diríase que no tiene casas, que todo son grandes avenidas arboladas, aptas para desfiles con tufillo nazi, y con un arco de triunfo, “La puerta de la India” en honor a las decenas de miles de muertos indios durante la Gran Guerra, aquella que sumió a Europa en un baño de sangre allá por los albores del siglo pasado.

Al final la Delhi vieja, abigarrada, en donde la lucha por la vida, por el sustento cotidiano es la directriz principal. Los rijksows, las bicis. Los Tata, las motocicletas, el enjambre humano de una ciudad viva, que muere a cada momento.

Claro, que yo sigo en mi burbuja de tarjetas de crédito, coche con aire acondicionado, hotel de cadena internacional, en fin todo lo que me mantiene a salvo de este entorno en el que ya llevaría décadas muerto.

El hambre no les gusta a los gatos, y no se ve ni uno, perros pocos, famélicos, sarnosos y apaleados, que el dominio aquí es de los monos, que buscan su parte robando comida atacando a quien se descuide, y posiblemente dejándote alguna infección por añadidura.

La comida la encontré sencilla, y al europeo, en principio nos asusta, ya que el riesgo de que te haga un roto, es grande, así, que lo mejor el arroz hervido, Buenos tés, que por cierto vienen de Inglaterra, aunque se cultiven aquí, que lo que queda como local es imbebible. Cosas del colonialismo ye de los mercados internacionales, y sobre todo de una tierra en la que entró desde Alejandro Magno hasta Genghis Khan, que por cierto dejó el famosos fuerte rojo en el centro de Delhi y que es una fortaleza prácticamente derruída excepto el minarete, y la zona de las abluciones y oración al aire libre.

Dejo Delhi, me subo en un tren infecto, eso sí en la clase de los turistas, que en la de los locales ni se me ocurre, y tricu tricu, hacia Udar Pradesh, es decir a Gwailor, su capital, otra de las diez ciudades más contaminadas del mundo pero con un pasado mongol y una herencia arquitectónica notable, encabezadas por una fortaleza que mantiene tras seiscientos años de luchas y deterioro, un interesante e imponente aspecto, gallardo y noble a la vez.

Una tumba sufí, mezquitas y templos hindúes del siglo X, dan la medida de lo que fue, ya que hoy te envuelve la miseria en sus mercados callejeros, la pobreza de los más desfavorecidos que te encuentra a cada metro que caminas, las heces en la calle, la supervivencia más básica en las peores condiciones.

El calor es asfixiante, la humedad extrema, los olores, el ambiente, no son los más adecuados para un europeo de esos de copita de champagne antes de comer. Ni me planteo tener que buscar un sitio para aliviar las tripas, no me lo planteo. Mejor no necesitarlo.

Otro paseíto en el tren peligroso y destartalado, en el que te ofrecen un bocadillo de no sé qué, que vas en la clase de los ricos. Mejor no tocarlo, que lo suyo es llegar a Agra sin retortijones, que la tierra del Tahj Mahal, y su templo funerario es una de las etapas que en este viaje quise hacer.

Mi primera impresión de la miseria la encontré en la misma plaza de la estación en la figura de un mendigo que mostraba ufano una filariasis con las filarias saliendo por los agujeros de sus piernas. El hombre estaba feliz, despertaba el espectáculo que ofrecía la compasión de la gente, que le daba más limosnas que a otros mendigos. El llevaba el valor añadido de un número poco frecuente.

Visitar el gran monumento funerario de Agra fue una maravilla para mis ojos, a pesar del deterioro que estaban causando las palomas que anidaban en el interior de la tumba…en fin, que te cuentan una preciosa historia de hadas y de amor eterno, que uno que es muy crédulo, se traga, y además la tumba de los esposos uno junto a otro. Muy mono.

Lo que ya te dicen con la boca pequeña, es que el mausoleo era solamente para la esposa del Mogol, que en su delirio tenía planeado al otro lado del río su propio mausoleo, mucho mayor que el de su esposa, y….en mármol negro.

Parece que lo destronaron a tiempo.

Paseo por la fortaleza mogola, té a la británica, y siempre rodeados de pobreza y suciedad, llegas a celebrar que tu vida no se desarrolla por aquellos lares.

Es una tierra en la que sus habitantes han sido objeto de explotación contínua por parte del poder, que ha llevado a cabo todos los excesos posibles contra ellos. Y esos ciudadanos han tomado con paciencia absoluta la situación, durante siglos y siglos. Empiezo a pensar que las ideas religiosas que hay implantadas en esta tierra apoyan el esquema de excesos del poder.

Sin embargo, los locales nos miran a los turistas con una mezcla de curiosidad y picardía, quizás a veces hasta con miedo, y es que nunca sabremos qué es, lo que viniendo de lejos, les robó, generación tras generación, el derecho a una vida digna.

Mañana, más de lo mismo